Por Julio González
Villa*
El presidente del Perú, Alán García,
se suicidó. Llegaron a su casa, con orden de “autoridades competentes”,
policías y un fiscal; seguramente habría periodistas avisados afuera de su
residencia para capturar la imagen oprobiosa de un líder político esposado,
introducido a un carro por uniformados, vejado, e impotente. Después veríamos
imágenes de un aparente proceso, y, luego, tras las rejas, hasta su muerte.
Esta novela iba a ser la misma que ya vimos con Alberto Fujimori, expresidente
del Perú. También hay órdenes de apresar a otros expresidentes del Perú:
Alejandro Toledo, Ollanta Humala, y ya había sido apresado el presidente Pedro
Pablo Kuczynski.
En Ecuador fue enjuiciado por el
Congreso y destituido el presidente Abdalá Bucaram; Lucio Gutiérrez también
destituido como presidente por el Congreso de su país. Jamil Mahuad corrió
igual suerte. Ahora, Rafael Correa, tiene ya orden de captura emanada de un
Juez de la República del Ecuador.
En el Paraguay fue destituido el
Presidente Fernando Lugo.
En el Brasil, Fernando Collor de Melo,
ante un proceso de destitución iniciado en el Congreso, dimite de la
Presidencia; está ahora en la cárcel el presidente Lula Da Silva, y fue
destituida como presidente, Dilma Rousseff.
En Venezuela fue destituido por el
Congreso el presidente Carlos Andrés Pérez.
En Argentina se adelantan juicios
contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner; Carlos Menem, expresidente,
llegó a tener detención domiciliaria.
Y sólo me he referido superficialmente
a presidentes suramericanos que llegaron al poder por el voto popular, no por
las armas.
La carta que dejó Alán García,
justificando su acto, es dramática:
“Cumplido mi deber en mi
política y en las obras hechas en favor de pueblo, alcanzadas las metas que
otros países o gobiernos no han logrado, no tengo por qué aceptar vejámenes. He
visto a otros desfilar esposados guardando su miserable existencia, pero Alan García
no tiene por qué sufrir esas injusticias y circos”.
“Por eso, les dejo a mis
hijos la dignidad de mis decisiones; a mis compañeros, una señal de orgullo. Y
mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios porque ya
cumplí la misión que me impuse”.
Todo esto me ha llevado a replantear la
figura de la Presidencia de la República, hija de la revolución americana de
1776 que se inventó dicha entidad como hija de la monarquía constitucional.
Las instituciones tienen mucha
importancia para la estabilidad y sobrevivencia de las naciones. Las formas
puras de gobierno de que hablaban los griegos como Platón y Aristóteles, han
sido la monarquía, la aristocracia y la democracia.
Polibio (205-125 A. De C.) conducido a
Roma como rehén en 168 A. D. C., cuando Macedonia es reducida a provincia
romana (200-146 A. D. C.), consecuencia de las guerras entre Macedonia y Roma,
fue acogido por la casa de los Escipiones y allí tratado como amigo, lo que le
permitió analizar a fondo el sistema político romano.
Jean Touchard extrae sobre Polibio:
“En suma, si se exceptúa la monarquía original, nos encontramos ante tres
tipos de constitución convenientes: realeza, aristocracia y democracia, con sus
respectivas deformaciones (tiranía, oligarquía, demagogia). Es, en cierto modo,
la clasificación de Aristóteles; pero ninguno de estos tipos es enteramente
recomendable en sí mismo, ya que contiene en su interior el germen de su
degeneración, como la madera la carcoma. Por ello, hay que considerar la
posibilidad de combinar estos regímenes ‘compensando la acción de cada uno por
la de los otros’ y ‘manteniendo el equilibrio mediante el juego de fuerzas
contrarias’ (VI, 10)…” “…Polibio examina, efectivamente, un régimen
determinado: el de Roma. Su constitución satisface, según él, los imperativos
que acaba de indicar. Los poderes de los cónsules hacen pensar en una realeza;
los del Senado, en una aristocracia; los del pueblo, en una democracia. Todos
estos poderes se controlan y equilibran. Los cónsules -soberanos para dirigir
la guerra dependen del Senado para el abastecimiento de las tropas y para su
propio nombramiento, y del pueblo para los tratados. El Senado, a su vez,
depende del pueblo, a quien deben someterse los grandes procesos y que puede,
mediante sus tribunos, suspender los decretos de aquella asamblea. El pueblo
ateniense, por el contrario, ‘ha sido siempre como una nave sin piloto’ (VI,
44), y aquella democracia sin contrapeso zozobró siempre en la anarquía”. (Jean
Touchard, Historia de las Ideas Políticas, Tecnos, Madrid, 6 edición, 2006,
pag. 70)
Define entonces Polibio que la
estabilidad y mejor forma de gobierno es la que es capaz de armonizar en un
sano equilibrio esas tres formas puras de gobierno, monarquía, aristocracia y
democracia, como un sistema de pesos y contrapesos, anticipándose a la división
de poderes de Montesquieu.
Lo cierto del caso es que la figura de
la presidencia, en los tiempos modernos, representa a la antigua monarquía, y
es la institución que se adoptó en toda la América después de su emancipación a
partir de 1776 (Estados Unidos), 1810 (colonias españolas), aunado al proceso
brasileño de 1889.
Impresionado por el suceso de Alán
García, quien fue dos veces presidente del Perú, quien estuvo asilado en
Colombia, quien fue el director del partido político más importante del Perú en
los últimos años (El APRA), quien fue el sucesor de ese gran líder Víctor Raúl
Haya de La Torre, me sentí obligado a repasar dos procesos contra sendos
expresidentes de Colombia durante el siglo XIX, los procesos contra los
generales José María Obando y Tomás Cipriano de Mosquera.
El General José María Obando, quien ya
había sido encargado de la Presidencia de la República mientras llegaba de Europa
Francisco de Paula Santander, procedente de su destierro ocasionado por su
participación en la nefanda noche septembrina, por las calendas de 1830, ya
elegido presidente en propiedad en 1853, fue objeto del golpe de estado
dirigido por el general José María Melo el 17 de abril de 1854.
Obando fue acusado ante el Congreso de
la República por los jóvenes gólgotas o radicales del momento bajo la acusación
de haber cohonestado el golpe de estado de Melo. “La designación de Fiscal de
la causa recayó en el doctor Salvador Camacho Roldán, en cuyo desempeño puso
todo el vigor y el empuje de su gran talento, dejándose arrebatar por un
legalismo exasperante, que quizás tuvo que ver con las pasiones de la hora y
con el rencor político del momento.” (Antonio José Lemos Guzman; Obando. De
Cruz Verde a Cruz Verde; Planeta; Bogotá, 1995; Pag. 710)
En su defensa, Obando espetó:
“Desde entonces me condenasteis, Ciudadanos Senadores, no ha habido tiempo
todavía para que rectifiquéis vuestro juicio de indignación equivocado, porque
apenas acaban de pasar los terribles acontecimientos que inflamaron vuestras
pasiones republicanas: las llagas de la sociedad, abiertas por la mano atrevida
traidora que turbó su reposo, aun destilan sangre: las sepulturas de los granadinos
que rindieron su vida en la contienda, están frescas; la presencia de tantos
desastres, no depende de vosotros la parcialidad, pero ella existe. Caliente
está todavía el puño de la espada que llevásteis como vencedores, ya estais
vestidos con la toga del Magistrado judicial, para decidir uno de esos grandes
hechos que prejuzgasteis definitivamente en los días de la cólera de la
República ultrajada, de que vosotros estabais dignamente poseídos; esa cólera
aún no ha desaparecido. Ahora, de jueces, tenéis el mismo corazón de vencedores
indignados contra mí, que llevasteis en el combate, tocadlo, veréis cómo pulsa
todavía con la misma vehemencia”. (Antonio José Lemos Guzmán; Obando. De Cruz Verde a Cruz Verde; Planeta;
Bogotá, 1995; Pag. 729)
El Senado condenó a Obando por violar
el Código Penal en sus artículos 546 y 594.
Ante la Corte Suprema de Justicia,
Obando dijo:
“…Pero no olvidéis que algún día la posteridad sentada en las gradas de
esta tumba, pedirá cuenta de este juicio magno; que para gloria de la República
es preciso que el Juez de hoy aparezca más grande que el acusado presente: es
menester que vuestro fallo resista el sacudimiento de la borrasca actual, a la
acción del tiempo, que mientras más se aleje de la época, aparezcan más
extraordinarias sus dimensiones con el reflejo vivo y esplendente de la
justicia… Fallad, Senadores Jueces, pero os encargo una sentencia digna de la
grandeza de nuestra Patria. Si me condenáis, antes de que llegue la posteridad,
aguardo el juicio recto de los contemporáneos; porque ya en otro tiempo se
maldijo mi nombre con injusticia, como no se ha execrado nombre alguno en el
nuevo mundo el Pueblo heroico, el gran pueblo de la Nueva Granada, no esperó la
losa de mi sepulcro para derramar sus lágrimas de compasión al través del velo
negro de mis desgracias, yo vi la Mano de Dios en toda la plenitud de su
justicia y de su misericordia. Mirad si tengo derecho de aguardar el voto
imparcial de la generación presente”.
“Fallad, pero sed dignos jueces del Presidente de la República, no el
conductor del rayo fulminado por la nube de la tormenta que desde 28 años está
crujiendo sobre mi cabeza”.
“Fallad, pero nada de reminiscencias”.
El General Tomás Cipriano de Mosquera,
héroe de la independencia, presidente de Colombia en cuatro períodos
presidenciales, fue acusado por delitos ante el Senado de la República en 1867
y allí, expresó:
“Los juicios revolucionarios no son juicios, sino atentados cometidos con
el ropaje de las fórmulas para las causas criminales. Tan asesinato fue el de
Enrique IV como el de Luis XVI. ¡Señores! Abrid el libro de la historia y
encontraréis que se está haciendo conmigo lo que se ha hecho en todos los
tiempos, no para vengar los ultrajes a la Ley fundamental, sino para medrar en
las revueltas. “Non faciendum mala unde veiam bona”. No se deben cometer
delitos con el deseo de hacer el bien”. (Diego Castrillón
Arboleda; Tomás Cipriano de Mosquera;
Planeta; Bogotá; 1994; Pag. 622)
En la sesión del 30 de octubre de
1867, Mosquera termina con las siguientes palabras:
“…No me inquieta el fallo que la mayoría de vosotros va a proferir. No se
me oculta que este fallo será adverso, no porque así lo exijan los fueros de la
justicia, sino porque así lo imponen las tristezas de los tiempos que
atravesamos y eso, para cohonestar la iniquidad, se invoca con el nombre de
altas e ineludibles necesidades de la política. Cómplices, el mayor número de
vosotros, del criminal atentado del 23 de mayo, y enemigos políticos míos implacables,
en vano sería esperar de vosotros rectitud e imparcialidad como jueces. En
nuestra actual situación, la vuestra y la mía, en este momento solemne,
adaptando la mía a la que se encontró el último Emperador de los franceses
cuando fue juzgado por la Cámara de los Pares puedo concluir como él: si vosotros
sois los hombres del vencedor, ni de vosotros espero justicia, ni de vosotros
quiero generosidad”.
“Que así sea, pero no esperéis que con vuestro fallo quede manchado o
envilecido mi nombre, ni ante mis conciudadanos ni ante América, ni ante a
Historia. Para eso sería necesario que se lograra borrar de la memoria del
pueblo colombiano más de cincuenta años de continuados servicios que, gracias a
la Providencia, me ha sido dado prestar a mi patria; servicios en mérito de los
cuales mi país ha ceñido, por cuatro veces, mi pecho, con la banda que veis en
mis manos; banda de honor que he llevado con legítimo orgullo y de la que hoy,
con el corazón ulcerado por la ingratitud, pisoteado por la injusticia y
escarnecido por la iniquidad de este proceso, me desprendo sin dolor
arrojándola a vuestros pies en señal de protesta contra el fallo que vais a
proferir; fallo que proferirán mis enemigos y no jueces justos, rectos e
imparciales; y fallo que no será, estad seguros de ello, confirmado, ni por los
contemporáneos, ni por la Historia”. (Diego Castrillón Arboleda; Tomás Cipriano de Mosquera; Planeta;
Bogotá; 1994; Pag. 628)
Cuando José María Rojas Garrido, tomó
la palabra en el proceso contra Mosquera, terminó con estas palabras:
“…Vosotros comprendéis perfectamente, y así lo estimará la Nación, que este
juicio no tiene la importancia que pretendéis darle a favor de las
instituciones y en contra de una supuesta dictadura que pintáis a vuestro modo
con los más negros colores; pero es preciso reconocer que sí tiene una
significación muy grande: la de poner de relieve, en el cuadro sombrío de las
vicisitudes humanas, la ingrata condición de nuestra pobre especie…” (Diego
Castrillón Arboleda; Tomás Cipriano de
Mosquera; Planeta; Bogotá; 1994; Pag. 626)
Don Miguel Antonio Caro, respecto al
proceso que hizo el Senado al general Mosquera, dijo:
“Para juzgar al general Mosquera en 1867, por una de las faltas menos
graves de su vida política, se cometió el delito de traición, delito de
sedición, delito de usurpación, y todos estos delitos quedaron impunes, y de
ello hicieron gala sus autores como actos de justicia y diploma de políticos
merecimientos. El Senado que se constituyó para seguir la causa, no actuaba en
condiciones constitucionales, en él tenían asiento enemigos del acusado, y aún
conspiradores. No debía sentenciar sino confirmar la sentencia ya pronunciada
por el club que asaltó al presidente dormido. No podía en ningún caso absolver
aquel tribunal, porque la absolución implicaba la condenación de los autores
del drama, si el acusado volvía al poder, o más bien la del acusado mismo,
contra el cual se habían fulminado ya, y publicándose en el Diario Oficial,
órdenes terminantes de fusilarle si intentaba la fuga. El general Mosquera
repitiendo una frase histórica, recusó a sus jueces fundadísimamente, porque en
ellos sólo veía a sus acusadores de la víspera”. (Diego Castrillón
Arboleda; Tomás Cipriano de Mosquera;
Planeta; Bogotá; 1994; Pag. 631).
Hoy nadie cuestiona que estos dos
personajes de la historia de Colombia: José María Obando y Tomás Cipriano de
Mosquera, caucanos, enemigos, parientes, amigos otra vez, sean héroes y padres
de la Patria, a pesar de las condenas a que se vieron sometidos por los
“tribunales de ley”.
En mi opinión, una figura como la
institución presidencial, salvo por casos excepcionales como delitos de lesa
humanidad, debería ser blindada dentro de los diversos sistemas
constitucionales; de manera que, un presidente, sólo debería comparecer ante el
tribunal de la historia, ya que, sólo ésta, es juez imparcial, y sólo la historia
será capaz de dar su veredicto después de juzgar sus actuaciones como
gobernantes; lo demás, lo que estamos observando bajo “el manto de la legalidad”, no parece ser sino producto de la
pasión humana, hija del proceloso mar de la política.