domingo, 28 de abril de 2019

El régimen presidencial


Por Julio González Villa*

Julio González Villa
El presidente del Perú, Alán García, se suicidó. Llegaron a su casa, con orden de “autoridades competentes”, policías y un fiscal; seguramente habría periodistas avisados afuera de su residencia para capturar la imagen oprobiosa de un líder político esposado, introducido a un carro por uniformados, vejado, e impotente. Después veríamos imágenes de un aparente proceso, y, luego, tras las rejas, hasta su muerte. Esta novela iba a ser la misma que ya vimos con Alberto Fujimori, expresidente del Perú. También hay órdenes de apresar a otros expresidentes del Perú: Alejandro Toledo, Ollanta Humala, y ya había sido apresado el presidente Pedro Pablo Kuczynski.

En Ecuador fue enjuiciado por el Congreso y destituido el presidente Abdalá Bucaram; Lucio Gutiérrez también destituido como presidente por el Congreso de su país. Jamil Mahuad corrió igual suerte. Ahora, Rafael Correa, tiene ya orden de captura emanada de un Juez de la República del Ecuador.

En el Paraguay fue destituido el Presidente Fernando Lugo.

En el Brasil, Fernando Collor de Melo, ante un proceso de destitución iniciado en el Congreso, dimite de la Presidencia; está ahora en la cárcel el presidente Lula Da Silva, y fue destituida como presidente, Dilma Rousseff.

En Venezuela fue destituido por el Congreso el presidente Carlos Andrés Pérez.

En Argentina se adelantan juicios contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner; Carlos Menem, expresidente, llegó a tener detención domiciliaria.

Y sólo me he referido superficialmente a presidentes suramericanos que llegaron al poder por el voto popular, no por las armas.

La carta que dejó Alán García, justificando su acto, es dramática:

“Cumplido mi deber en mi política y en las obras hechas en favor de pueblo, alcanzadas las metas que otros países o gobiernos no han logrado, no tengo por qué aceptar vejámenes. He visto a otros desfilar esposados guardando su miserable existencia, pero Alan García no tiene por qué sufrir esas injusticias y circos”.

“Por eso, les dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones; a mis compañeros, una señal de orgullo. Y mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios porque ya cumplí la misión que me impuse”.

Todo esto me ha llevado a replantear la figura de la Presidencia de la República, hija de la revolución americana de 1776 que se inventó dicha entidad como hija de la monarquía constitucional.

Las instituciones tienen mucha importancia para la estabilidad y sobrevivencia de las naciones. Las formas puras de gobierno de que hablaban los griegos como Platón y Aristóteles, han sido la monarquía, la aristocracia y la democracia.

Polibio (205-125 A. De C.) conducido a Roma como rehén en 168 A. D. C., cuando Macedonia es reducida a provincia romana (200-146 A. D. C.), consecuencia de las guerras entre Macedonia y Roma, fue acogido por la casa de los Escipiones y allí tratado como amigo, lo que le permitió analizar a fondo el sistema político romano.

Jean Touchard extrae sobre Polibio:

“En suma, si se exceptúa la monarquía original, nos encontramos ante tres tipos de constitución convenientes: realeza, aristocracia y democracia, con sus respectivas deformaciones (tiranía, oligarquía, demagogia). Es, en cierto modo, la clasificación de Aristóteles; pero ninguno de estos tipos es enteramente recomendable en sí mismo, ya que contiene en su interior el germen de su degeneración, como la madera la carcoma. Por ello, hay que considerar la posibilidad de combinar estos regímenes ‘compensando la acción de cada uno por la de los otros’ y ‘manteniendo el equilibrio mediante el juego de fuerzas contrarias’ (VI, 10)…” “…Polibio examina, efectivamente, un régimen determinado: el de Roma. Su constitución satisface, según él, los imperativos que acaba de indicar. Los poderes de los cónsules hacen pensar en una realeza; los del Senado, en una aristocracia; los del pueblo, en una democracia. Todos estos poderes se controlan y equilibran. Los cónsules -soberanos para dirigir la guerra dependen del Senado para el abastecimiento de las tropas y para su propio nombramiento, y del pueblo para los tratados. El Senado, a su vez, depende del pueblo, a quien deben someterse los grandes procesos y que puede, mediante sus tribunos, suspender los decretos de aquella asamblea. El pueblo ateniense, por el contrario, ‘ha sido siempre como una nave sin piloto’ (VI, 44), y aquella democracia sin contrapeso zozobró siempre en la anarquía”. (Jean Touchard, Historia de las Ideas Políticas, Tecnos, Madrid, 6 edición, 2006, pag. 70)

Define entonces Polibio que la estabilidad y mejor forma de gobierno es la que es capaz de armonizar en un sano equilibrio esas tres formas puras de gobierno, monarquía, aristocracia y democracia, como un sistema de pesos y contrapesos, anticipándose a la división de poderes de Montesquieu.

Lo cierto del caso es que la figura de la presidencia, en los tiempos modernos, representa a la antigua monarquía, y es la institución que se adoptó en toda la América después de su emancipación a partir de 1776 (Estados Unidos), 1810 (colonias españolas), aunado al proceso brasileño de 1889.

Impresionado por el suceso de Alán García, quien fue dos veces presidente del Perú, quien estuvo asilado en Colombia, quien fue el director del partido político más importante del Perú en los últimos años (El APRA), quien fue el sucesor de ese gran líder Víctor Raúl Haya de La Torre, me sentí obligado a repasar dos procesos contra sendos expresidentes de Colombia durante el siglo XIX, los procesos contra los generales José María Obando y Tomás Cipriano de Mosquera.

El General José María Obando, quien ya había sido encargado de la Presidencia de la República mientras llegaba de Europa Francisco de Paula Santander, procedente de su destierro ocasionado por su participación en la nefanda noche septembrina, por las calendas de 1830, ya elegido presidente en propiedad en 1853, fue objeto del golpe de estado dirigido por el general José María Melo el 17 de abril de 1854.

Obando fue acusado ante el Congreso de la República por los jóvenes gólgotas o radicales del momento bajo la acusación de haber cohonestado el golpe de estado de Melo. “La designación de Fiscal de la causa recayó en el doctor Salvador Camacho Roldán, en cuyo desempeño puso todo el vigor y el empuje de su gran talento, dejándose arrebatar por un legalismo exasperante, que quizás tuvo que ver con las pasiones de la hora y con el rencor político del momento.” (Antonio José Lemos Guzman; Obando. De Cruz Verde a Cruz Verde; Planeta; Bogotá, 1995; Pag. 710)

En su defensa, Obando espetó:

“Desde entonces me condenasteis, Ciudadanos Senadores, no ha habido tiempo todavía para que rectifiquéis vuestro juicio de indignación equivocado, porque apenas acaban de pasar los terribles acontecimientos que inflamaron vuestras pasiones republicanas: las llagas de la sociedad, abiertas por la mano atrevida traidora que turbó su reposo, aun destilan sangre: las sepulturas de los granadinos que rindieron su vida en la contienda, están frescas; la presencia de tantos desastres, no depende de vosotros la parcialidad, pero ella existe. Caliente está todavía el puño de la espada que llevásteis como vencedores, ya estais vestidos con la toga del Magistrado judicial, para decidir uno de esos grandes hechos que prejuzgasteis definitivamente en los días de la cólera de la República ultrajada, de que vosotros estabais dignamente poseídos; esa cólera aún no ha desaparecido. Ahora, de jueces, tenéis el mismo corazón de vencedores indignados contra mí, que llevasteis en el combate, tocadlo, veréis cómo pulsa todavía con la misma vehemencia”. (Antonio José Lemos Guzmán; Obando. De Cruz Verde a Cruz Verde; Planeta; Bogotá, 1995; Pag. 729)

El Senado condenó a Obando por violar el Código Penal en sus artículos 546 y 594.

Ante la Corte Suprema de Justicia, Obando dijo:

“…Pero no olvidéis que algún día la posteridad sentada en las gradas de esta tumba, pedirá cuenta de este juicio magno; que para gloria de la República es preciso que el Juez de hoy aparezca más grande que el acusado presente: es menester que vuestro fallo resista el sacudimiento de la borrasca actual, a la acción del tiempo, que mientras más se aleje de la época, aparezcan más extraordinarias sus dimensiones con el reflejo vivo y esplendente de la justicia… Fallad, Senadores Jueces, pero os encargo una sentencia digna de la grandeza de nuestra Patria. Si me condenáis, antes de que llegue la posteridad, aguardo el juicio recto de los contemporáneos; porque ya en otro tiempo se maldijo mi nombre con injusticia, como no se ha execrado nombre alguno en el nuevo mundo el Pueblo heroico, el gran pueblo de la Nueva Granada, no esperó la losa de mi sepulcro para derramar sus lágrimas de compasión al través del velo negro de mis desgracias, yo vi la Mano de Dios en toda la plenitud de su justicia y de su misericordia. Mirad si tengo derecho de aguardar el voto imparcial de la generación presente”.

“Fallad, pero sed dignos jueces del Presidente de la República, no el conductor del rayo fulminado por la nube de la tormenta que desde 28 años está crujiendo sobre mi cabeza”.

“Fallad, pero nada de reminiscencias”.

El General Tomás Cipriano de Mosquera, héroe de la independencia, presidente de Colombia en cuatro períodos presidenciales, fue acusado por delitos ante el Senado de la República en 1867 y allí, expresó:

“Los juicios revolucionarios no son juicios, sino atentados cometidos con el ropaje de las fórmulas para las causas criminales. Tan asesinato fue el de Enrique IV como el de Luis XVI. ¡Señores! Abrid el libro de la historia y encontraréis que se está haciendo conmigo lo que se ha hecho en todos los tiempos, no para vengar los ultrajes a la Ley fundamental, sino para medrar en las revueltas. “Non faciendum mala unde veiam bona”. No se deben cometer delitos con el deseo de hacer el bien”. (Diego Castrillón Arboleda; Tomás Cipriano de Mosquera; Planeta; Bogotá; 1994; Pag. 622)

En la sesión del 30 de octubre de 1867, Mosquera termina con las siguientes palabras:

“…No me inquieta el fallo que la mayoría de vosotros va a proferir. No se me oculta que este fallo será adverso, no porque así lo exijan los fueros de la justicia, sino porque así lo imponen las tristezas de los tiempos que atravesamos y eso, para cohonestar la iniquidad, se invoca con el nombre de altas e ineludibles necesidades de la política. Cómplices, el mayor número de vosotros, del criminal atentado del 23 de mayo, y enemigos políticos míos implacables, en vano sería esperar de vosotros rectitud e imparcialidad como jueces. En nuestra actual situación, la vuestra y la mía, en este momento solemne, adaptando la mía a la que se encontró el último Emperador de los franceses cuando fue juzgado por la Cámara de los Pares puedo concluir como él: si vosotros sois los hombres del vencedor, ni de vosotros espero justicia, ni de vosotros quiero generosidad”.

“Que así sea, pero no esperéis que con vuestro fallo quede manchado o envilecido mi nombre, ni ante mis conciudadanos ni ante América, ni ante a Historia. Para eso sería necesario que se lograra borrar de la memoria del pueblo colombiano más de cincuenta años de continuados servicios que, gracias a la Providencia, me ha sido dado prestar a mi patria; servicios en mérito de los cuales mi país ha ceñido, por cuatro veces, mi pecho, con la banda que veis en mis manos; banda de honor que he llevado con legítimo orgullo y de la que hoy, con el corazón ulcerado por la ingratitud, pisoteado por la injusticia y escarnecido por la iniquidad de este proceso, me desprendo sin dolor arrojándola a vuestros pies en señal de protesta contra el fallo que vais a proferir; fallo que proferirán mis enemigos y no jueces justos, rectos e imparciales; y fallo que no será, estad seguros de ello, confirmado, ni por los contemporáneos, ni por la Historia”. (Diego Castrillón Arboleda; Tomás Cipriano de Mosquera; Planeta; Bogotá; 1994; Pag. 628)

Cuando José María Rojas Garrido, tomó la palabra en el proceso contra Mosquera, terminó con estas palabras:

“…Vosotros comprendéis perfectamente, y así lo estimará la Nación, que este juicio no tiene la importancia que pretendéis darle a favor de las instituciones y en contra de una supuesta dictadura que pintáis a vuestro modo con los más negros colores; pero es preciso reconocer que sí tiene una significación muy grande: la de poner de relieve, en el cuadro sombrío de las vicisitudes humanas, la ingrata condición de nuestra pobre especie…” (Diego Castrillón Arboleda; Tomás Cipriano de Mosquera; Planeta; Bogotá; 1994; Pag. 626)

Don Miguel Antonio Caro, respecto al proceso que hizo el Senado al general Mosquera, dijo:

“Para juzgar al general Mosquera en 1867, por una de las faltas menos graves de su vida política, se cometió el delito de traición, delito de sedición, delito de usurpación, y todos estos delitos quedaron impunes, y de ello hicieron gala sus autores como actos de justicia y diploma de políticos merecimientos. El Senado que se constituyó para seguir la causa, no actuaba en condiciones constitucionales, en él tenían asiento enemigos del acusado, y aún conspiradores. No debía sentenciar sino confirmar la sentencia ya pronunciada por el club que asaltó al presidente dormido. No podía en ningún caso absolver aquel tribunal, porque la absolución implicaba la condenación de los autores del drama, si el acusado volvía al poder, o más bien la del acusado mismo, contra el cual se habían fulminado ya, y publicándose en el Diario Oficial, órdenes terminantes de fusilarle si intentaba la fuga. El general Mosquera repitiendo una frase histórica, recusó a sus jueces fundadísimamente, porque en ellos sólo veía a sus acusadores de la víspera”. (Diego Castrillón Arboleda; Tomás Cipriano de Mosquera; Planeta; Bogotá; 1994; Pag. 631).

Hoy nadie cuestiona que estos dos personajes de la historia de Colombia: José María Obando y Tomás Cipriano de Mosquera, caucanos, enemigos, parientes, amigos otra vez, sean héroes y padres de la Patria, a pesar de las condenas a que se vieron sometidos por los “tribunales de ley”.

En mi opinión, una figura como la institución presidencial, salvo por casos excepcionales como delitos de lesa humanidad, debería ser blindada dentro de los diversos sistemas constitucionales; de manera que, un presidente, sólo debería comparecer ante el tribunal de la historia, ya que, sólo ésta, es juez imparcial, y sólo la historia será capaz de dar su veredicto después de juzgar sus actuaciones como gobernantes; lo demás, lo que estamos observando bajo “el manto de la legalidad”, no parece ser sino producto de la pasión humana, hija del proceloso mar de la política.