Por José Alvear Sanín*
Reconocerlo es doloroso. Colombia está en
camino de convertirse en un narcoestado. En parte de su territorio ya lo es. Buena
parte de su legislación y de sus tribunales están infiltrados eficazmente por
los promotores del narcoestado.
Estos se dividen en varias categorías. Desde
luego, los que siembran y los que recogen no pueden rechazarlo. Hasta ahora son
pequeños productores y raspachines, base popular y electoral, determinante en
las zonas productoras.
La cadena continúa con los que acopian las
cosechas, montan laboratorios y producen la cocaína para comercializarla, antes
en el exterior y ahora también en el interior. Se les conoce como carteles y
mafias, organizaciones armadas que no lograron el pleno control territorial.
Por esa razón, después de enfrentamientos
resolvieron, con la mejor lógica comercial, asociarse con sus antagonistas, las
guerrillas. Estas, inicialmente, veían en los narcóticos y psicotrópicos como
armas de guerra contra el imperialismo americano, pero posteriormente han
llegado a convertirse en confiables socios de los carteles, nacionales y
mexicanos, derivando los ingresos monumentales que les permitieron mantener
miles de hombres y contribuir al sostenimiento de sus “principales”, es decir
el gobierno de La Habana.
Los anteriores actores del negocio son, en
mayor o menor grado, delincuentes. Pero los peores artífices del narcoestado
son los políticos que se lucran espléndidamente apoyándolo, los magistrados
prevaricadores que lo favorecen con sus sentencias, y los comunicadores que
mienten al país para hacer creer que los acuerdos con la narcoguerrilla han
traído la paz.
La conjunción de todos esos esfuerzos explica
la permanencia de los “acuerdos” con las FARC, rechazados plebiscitaria y
electoralmente por el pueblo e impuestos de manera fraudulenta. Tenemos,
entonces, una “supraconstitución”. Entonces, si el presidente fuese amigo, la revolución
estaría a la vuelta de la esquina; y si no lo fuese, apenas podría retardarla…
que es lo que ocurrirá, si los “acuerdos” y su “implementación” siguen
“vigentes” contra la expresión mayoritaria de la nación y contra todos los
principios jurídicos de la democracia.
Nadie duda de la voluntad del presidente Duque
de combatir la industria del narcotráfico —desde la siembra hasta el consumo—,
pero el ordenamiento vigente le exige respetar los cultivos permitidos de hasta
3.5 hectáreas; cumplir los “convenios” con millares de cultivadores
comprometidos a “erradicar” manualmente (lo que quieran y al ritmo que quieran),
mientras los capos ocupan curules y el aparato judicial no permite modificar,
reformar o derogar siquiera un inciso de las 312 páginas de la
supraconstitución y de los centenares de leyes y decretos que atan las manos
del gobierno, como hemos visto en el asunto de las seis pichurrias objeciones a
la bien extensa y perversa ley de la JEP.
La Corte Constitucional, además, impide la
fumigación aérea con el mismo glifosato con el que se combaten las plagas de
las hortalizas que comemos todos los colombianos, incluyendo a los magistrados.
El contubernio con las narcoguerrillas (en
hibernación legislativa o en disidencia productiva), explica fabulosos ingresos
presupuestales para el Secretariado, dietas opulentas, magistraturas al por
mayor, proficuos contratos de “servicios” para raposas jurídicas y profesores
universitarios, y para todo el elenco político mediático que sustenta la
intangibilidad y el estricto cumplimiento del “acuerdo final”.
A los actores nacionales no solo se suman los
sentimentales izquierdistas del mundo, sino los que ahora se conocen como influencers, encabezados por George
Soros y sus fundaciones, proveedores de cuantiosos recursos monetarios para el
funcionamiento de ONG “altruistas”, periodistas fletados, “estudios” amañados y
pseudocientíficos, para justificar todos los sofismas legales que nutren los
manifiestos electorales o que se copian en las ponencias legislativas y judiciales…
Tras de la legalización de las drogas
psicotrópicas viene un blanqueo inmenso de capitales y el establecimiento de
industrias que pueden convertir a sus promotores en los hombres más ricos del
planeta. Recorriendo esa ruta hay dinero de sobra para tantos. Las fronteras
entre esa promoción y el crimen transnacional organizado son tenues.
Si el frente ideológico está tan bien
financiado, no lo está menos el frente político (FARC, ELN, PCC, compañeros de
ruta e idiotas útiles), que anhelan una revolución dentro de un nuevo
alineamiento político mundial que la haría posible.
Desde luego, en un artículo apenas pueden
esbozarse los principales asuntos. Basta entonces con pensar en las
consecuencias políticas de una Colombia donde el narcoestado alcance las
dimensiones que tiene en países como Myanmar, Afganistán o Venezuela,
convertida en base económica y bélica dentro de la constelación
China-Rusia-Irán-Cuba y satélites, que se va enfrentando cada vez más
directamente al Imperio Americano, minado por la droga.
China, por su parte, jamás olvidará cómo con
las guerras del opio fue envilecida y subyugada por el Imperio Británico, que
se enriquecía con ese tráfico indigno. La droga, entonces, seguirá jugando como
una de las armas para el dominio del mundo.
En esa constelación, el Foro de Sao Paulo y las
FARC, aunque secundarios, son actores bien importantes, pero Colombia se
desentiende también del factor geopolítico detrás de ese grupo tan hábil como
peligroso, fanático y teleguiado, decidido a la conquista del poder, mientras
la resistencia, sin recursos económicos, mediáticos ni legales, con dirección
política escasa e intermitente, está enfrentada en lucha desigual con los
nuevos y grandes poderes fácticos que avanzan en el país, bien coordinados por
un estado mayor permanente, infatigable y clandestino.