miércoles, 13 de marzo de 2019

Hardware y software de la corrupción


Por José Alvear Sanín*

José Alvear Sanín
A pesar de mi analfabetismo digital, entiendo que sin hardware no puede funcionar el software. Para un lego como yo, su relación se parece a la del árbol con sus hojas y frutos. El Evangelio me recuerda que el malo no da frutos buenos (Mateo 7, 17). Si los árboles malos no se cortan de raíz, siguen produciendo frutos perjudiciales.

Ahora bien, uno de los peores problemas de Colombia es la creciente corrupción. Desde que tengo uso de razón me impresiona la rutinaria presentación de proyectos de ley y la expedición de miles de decretos, resoluciones, circulares, etcétera, anticorrupción. Por ese motivo he llegado a pensar que toda esa producción legislativa y normativa es inútil. Centenares de veces he escrito que lo que debe hacerse, más bien, es nombrar funcionarios honestos y bien preparados, pero esa costumbre no va con muchos nominadores. Generalmente se designa para complacencia de los caciques; y los que no son pícaros suelen ser ineptos. Es doloroso reconocer el bajo nivel general de la gran mayoría de los empleados públicos. La mediocridad y la ineptitud no son freno a la picardía y el chanchullo. Todo lo contrario…

Hay sectores especialmente corruptos, como el de la justicia, que por definición debe ser íntegra e incorruptible; y los gobiernos municipales, a partir de la elección popular de alcaldes. Y no olvidemos las corporaciones de elección popular.

Las sucesivas “reformas” son paños tibios que no pasan en un Congreso poco interesado en moralizar. La última reforma judicial, tan mediocre y anodina como la propia ministra del ramo, tuvo el triste final que merecía.

Si los políticos quisieran luchar contra la corrupción, tendrían que atacar las causas del problema, en vez de seguir disfrutando de sus efectos.

Dejemos de lado la inmunda JEP, para hacer algunas consideraciones sobre la justicia. Desde la colonia es tan lenta como ineficaz, especialmente en lo penal, donde no se resuelve ni siquiera el 3% de los asuntos. ¡Se dice que la vida profesional de un litigante equivale a la duración de tres procesos! Y como la demora es la mayor injusticia, desde tiempo inmemorial se “lubrica” a jueces y auxiliares para que finalmente se resuelva un negocio…

Me parece que bastaría con leyes que permitan destituir e inhabilitar de por vida a todos los jueces que tengan “atrasado el despacho”. Una justicia expedita que falle dentro de los términos es la mejor garantía para los ciudadanos, y por eso la tolerancia secular de la morosidad, pereza e impreparación de los jueces es la mayor corrupción.

Por otro lado, no existe asunto jurídico que no pueda resolverse con cinco o seis páginas bien razonadas, pero los falladores excogitan sentencias kilométricas. En la Corte Constitucional, por ejemplo, se registran sentencias de centenares de páginas que constituyen la peor “literatura” imaginable, y con esa basura se justifican los más grotescos exabruptos. La ignorancia y la verborrea suelen ir de la mano.

Y como si algo faltara, en los últimos años domina el sesgo político. Si el negocio interesa a la izquierda se resuelve en semanas, mientras los demás asuntos duermen un sueño que no es propiamente el de los justos. Esta corrupción de orden ideológico es tan grave como la venalidad, pero esto no se puede ventilar por ser “políticamente incorrecto”.

Por tanto, habría que retornar a la justicia apolítica de antaño, cuando ella no era botín burocrático y clientelista, aunque jamás fue expedita.

Antes de la elección popular de alcaldes y gobernadores, el presidente escogía a los segundos y estos a los primeros. Las quejas y las equivocaciones eran investigadas y sopesadas. El presidente sacaba a los gobernadores inadecuados. Y los gobernadores, a los alcaldes pícaros o inútiles. Ahora, en cambio, los elegidos locales son reyezuelos pródigos y prácticamente inamovibles, que llegan pobres pero suelen salir ricos de municipios arruinados y endeudados.

Las maquinarias territoriales son perpetuas e invencibles. Del desastre administrativo no se libran ni las grandes ciudades. Recordemos los gravísimos daños que Garzón, Moreno y Petro han causado en Bogotá; o las lamentables alcaldías de Fajardo y Salazar en Medellín, pero nadie propone derogar la funesta elección popular de esos funcionarios, porque de los negociados locales se derivan los más jugosos ingresos y el ascenso de los caciques a legisladores y hasta candidatos presidenciales.

Como todos los comicios se han vuelto increíblemente costosos, con deplorable frecuencia los elegidos quedan hipotecados a quienes los financian, o venden sus votos para recuperar la “inversión”.

Entonces, mientras no se ataque este mal de raíz, para volver a la política como actividad altruista y hasta ruinosa, no podrá haber moralización. Como la política-negocio ha derrotado el servicio patriótico, tendremos que volver más tarde sobre este asunto, que tampoco se ataca de raíz. Como remedio se ha ensayado la financiación pública de las campañas electorales, pero esto ha resultado contraproducente, porque el erario acaba pagando el despilfarro y la irresponsabilidad. ¡El más lamentable, pero no único ejemplo, es el de Petro, que mientras ha defraudado miles de millones al Distrito, se aferra a 16.000 millones de reposición de gastos de campaña!

Sigue teniendo vigencia el programa de Núñez, “Regeneración total o catástrofe”.

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Esta columna no aparecerá durante las próximas semanas por viaje de su autor.