Por Julio Enrique
González Villa*
El báculo del Obispo no es un bastón
de apoyo de un anciano venerable, es un arma para ahuyentar a los lobos del
rebaño.
En 1942, Laureano Gómez, a la sazón,
jefe del Partido Conservador, durante el comienzo del segundo gobierno de Alfonso
López Pumarejo, atacó un proyecto de concordato que ya tenía negociado la
Nunciatura con el Gobierno, por cuanto “La
Nunciatura de la Santa Sede en Colombia, como era su deber, estaba del lado del
Gobierno, y por temor reverencial, muchos de los obispos, sacerdotes y
católicos laicos de la Nación, apoyaban el punto de vista de la Nunciatura”.1
(Guillermo Fonnegra Sierra; El parlamento
colombiano; Gráficas Centauro; Bogotá, 1953, Pag. 189).
En ese discurso en el parlamento, se
expresó Laureano Gómez en los siguientes términos:
“La identidad entre el Príncipe y el Pontífice es el summum de la tiranía y
esta reforma tiene una tendencia, no por disminuida menos real, a supeditar las
autoridades religiosas y disminuir su poderío frente a las de orden civil y esa
es una tendencia cesarista, abominable, que tiraniza y ofende el sentimiento
católico de los colombianos y no de los anticatólicos, porque estos toleran la
autoridad eclesiástica como un rezago del pasado, como algo decadente que por
desgracia subsiste”.
Más adelante este llamado monstruo de
la política enfatiza:
“Repito, pues, que no puede haber obispos, ni sacerdotes, ni católicos
laicos que, considerada la naturaleza de las cosas, yendo al fondo de ellas y
no dejándose desvirtuar por las consideraciones cobardes del ‘mal menor’,
puedan decir que la reforma concordataria es mejor que lo existente. Y el
verdadero católico que acepte ese ‘mal menor’ no es un hombre convencido, es
comodón, un regalón”.
Y finalmente remata su intervención de
esta manera:
“Cuando en estas cuestiones
fundamentales de la vida espiritual, la convicción no sirve para defender la
íntima creencia, ¿qué se va a defender entonces? ¿Qué otra cosa hay en la vida
que valga la pena de correr ningún riesgo para defenderla? Si nosotros,
católicos convencidos, no defendemos esto como lo estamos defendiendo, ¿con qué
derecho después se nos pide que defendamos qué?, ¿qué instituciones, qué
principios, qué filosofía política?, ¿qué normas valen la pena de compararse
con aquellas que no somos capaces de defender y que son eternas, porque nos las
señaló el Creador? Si para defenderlas somos cobardes y buscamos el ‘mal menor’,
no seremos sino unos calculadores, utilitaristas que nos pasamos la vida como
cerdos, disfrutando de la mejor manera los bienes que tenemos a nuestro
alcance. Lo que aquí se busca es hacer decaer la moral del país, retrasarlo en
el camino de su altura moral e intelectual. Y por eso cuantas veces se hable
del asunto otras tantas tendremos que alzar nuestra voz para defender la
religión atacada”. (Sesión del 30 de noviembre de 1942)2 (Idem pag.
191).
He decidido recordar este episodio por
cuanto a la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica de Medellín, también hay
que llamarle la atención, máxime cuando no ha tenido el carácter de defender la
misión, el espíritu, de la gran Universidad Pontificia Bolivariana, legado
recibido de los profesores conservadores que tuvieron la gallardía de enfrentar
al establecimiento del mismo Lopez Pumarejo en su primer mandato, renunciar a
sus cátedras en la Universidad de Antioquia y hacer la Universidad Pontificia
Bolivariana en 1936.
Cuando recibí la instrucción del
Decano de la Escuela de Derecho y Ciencias Políticas de que no iba a continuar
con mis cátedras de Derecho de Bienes, Derecho Romano y Derecho Ambiental,
después de 30 años, después de ser Profesor Titular, sin ningún debido proceso,
sin ninguna queja formal, tuve la convicción de que se trataba de una venganza
personal del decano, Luis Fernando Álvarez Jaramillo, por haberme enfrentado a
él en ejercicio del derecho de libertad de expresión en medios de comunicación,
razón por la cual me dirigí al Señor Rector de la Universidad, Presbítero Julio
Jairo Ceballos, con copia al Señor Arzobispo de la ciudad de Medellín, como
Gran Canciller que es de la Universidad. Todo esto a finales de noviembre del
2018. Tres meses después, continúa reinando el “imponente y profundo silencio”
como dice cierto genial poema.
Este “imponente y profundo silencio”
en donde tiene que reinar la Justicia, pues es en los claustros de la Escuela
de Derecho donde se enseña que la búsqueda del Derecho es la Justicia, no es de
recibo. Y no es de recibo porque existen unos derechos constitucionales humanos
y fundamentales que están siendo vulnerados, y no a cualquiera, a un Profesor
Titular: el derecho de petición y el derecho al debido proceso.
Hay que llamar la atención de la
Curia, pues ella dirige, como Gran Canciller que es el Arzobispo de Medellín,
el Consejo Directivo de la Universidad; y la Curia dirige al Rector, pues es sacerdote
que depende del Obispo. Quien termina siendo cuestionado es entonces el Báculo
Diocesano.
Entonces, al igual que la nunciatura,
que en el caso de 1942, es recriminada por dejarse manipular por el gobierno,
me siento obligado a recriminar a la Curia que se deja manipular por un decano
indigno de su cargo que ha decidido tomarse la Facultad de Derecho excluyendo
los profesores que no se identifican con su ideología, si es que así puede llamarse
ese tinglado de intereses oscuros del personaje de marras, y en su lugar ha
decidido vincular a toda su oficina como profesores de esa otrora gran Escuela
de Derecho.