Por Pedro Juan González Carvajal*
Hace
algunos meses abordé el tema de la estulticia humana como el gran enemigo de la
evolución y me atreví a predecir que vendrían nuevas y peores manifestaciones.
Y efectivamente, como todo lo que pueda empeorar, empeorará, en los últimos días
nos encontramos frente al record mundial de la estulticia: ¡la imposición de
una multa por más de ochocientos mil pesos a un ciudadano, por comprar una
empanada en espacio público! Los chistes y los memes no tardaron en aparecer
por lo increíblemente ridículo de la situación, pero también aparecen análisis
serios pues, realmente, es preocupante el elevado nivel de estupidez de quienes
crean las normas y, peor, de quienes la aplican.
Ya
desde la expedición del Código Nacional de Policía aparecieron voces sensatas
que preveían que, de su extenso y ultra prohibitivo texto, se derivarían
inevitablemente situaciones abusivas frente a los ciudadanos, más aún cuando en
nuestro medio hemos tenido una visión miope del concepto de espacio público, y
en aras de su supuesta protección, se llega a impedir su disfrute. Incluso, en
oportunidades pareciera que la defensa del espacio público consiste en
perseguir a los vendedores de aguacates.
Pero
realmente era inimaginable que pasara lo que pasó y que las normas se
interpretaran como se están interpretando: ¿será que comprar una empanada en la
calle sí implica “propiciar la ocupación indebida del espacio público”, como lo
indica el parágrafo 10 del Artículo 92 del Código Nacional de Policía?
Interpretaciones habrá para todos los gustos, pero el más elemental sentido
común parecería indicar que no es posible que un acto tan simple e inocuo
traiga consigo semejante consecuencia.
Además,
sin hilar demasiado delgadito, ¿quién propicia la ocupación indebida del
espacio público? Sí amable lector, ¡acertó! No es quien compra una empanada
sino el Estado ineficiente que ha ocasionado el exponencial aumento de la
informalidad, que ha obligado a miles de personas a acudir al rebusque para
obtener el sustento familiar y que jamás ha diseñado políticas racionales para
el manejo de eso que llaman el espacio público.
Por
mi parte, jamás le preguntaré a mi proveedor de confianza de aguacates si tiene
o no licencia para vender su delicioso producto en la esquina en la que suele
ubicarse, no sentiré ni la más mínima carga de conciencia cuando vuelva a
comprárselos, porque lo seguiré haciendo aun cuando uno de estos días me pueda
llegar a costar ochocientos mil pesos.
En
buena hora llega la inteligencia artificial porque la inteligencia humana va de
culos para el estanco.