José
Leonardo Rincón, S. J.*
Los años pasan inexorablemente y cuando menos es que uno se encuentra en
la madurez, por no decir en los albores de la tercera edad. No es exageración,
no es derrotismo. La verdad, el tiempo corre. Qué hace que éramos niños, no
hace mucho estábamos en la flor de la juventud, parece que fue ayer que nos
hicimos profesionales. Y veámonos ahora, ya cincuentones, con menos cabello y
más canas, con compañeros de colegio ya con hijos profesionales y a poco,
abuelos. Basta con hacer un breve repaso a lo que hemos vivido y es ahí cuando nos
damos cuenta de todo lo que hemos vivido, la cantidad de amigos que hemos
conseguido, el montón de lugares conocidos y… también, la cantidad de tiempo
que hemos perdido, sí, ¡así como suena!
La vida es única, irrepetible, irreversible. No creo en la
reencarnación, ni en karmas, ni en cosas raras o esotéricas. Creo que solo se
vive una vez y que hay que vivir para contarlo, como dicen. Si de niños y
jóvenes supiéramos que la vida, a la hora de la verdad, es corta, efímera, fugaz,
entonces la aprovecharíamos mejor. Cuando se es joven se tiene fuerza, empuje,
vigor, pero no se tiene experiencia… y cuando se es ya adulto y se tiene experiencia,
no siempre hay fuerzas ni la energía de la juventud. Es lo que pasa en el mundo
laboral: a muchos no los contratan porque están muy jóvenes y no tienen
experiencia y a los otros porque aunque tienen experiencia ya están muy viejos.
Y en cuanto a perder el tiempo, hasta para eso hay que saberlo hacer.
Por ejemplo, perder el tiempo con un buen amigo que hace años no veíamos, eso bien
vale la pena. Perder el tiempo tomando un buen descanso en aquello que
realmente nos gusta y relaja, es un saludable y elemental ejercicio de autoestima.
Pero, perder el tiempo, navegando horas y horas en internet sin realmente
obtener un fruto significativo, es realmente lamentable. Mi madre me lo repetía
de niño: “el tiempo perdido, los santos lo lloran”. De modo que tiene
actualidad plena la antigua y siempre nueva invitación a vivir el “carpe diem”,
esto es, gozarse y vivir intensamente cada instante porque es único, nunca
volverá a darse, podrá parecerse a otro, aparentemente repetirse, pero no es el
mismo.
Cumplir años es un buen pretexto para volver sobre estas necesarias
reflexiones. Ese día, por ejemplo, plena, consciente y libremente, desde hace
varios años, decidí no hacer nada de lo que hago ordinariamente. Ese día, me
dedico exclusivamente a dejarme consentir por quienes me visitan, llaman o me
escriben por distintos medios. ¡Qué recarga de energía!, ¡qué reencauche
anímico y espiritual!, ¡qué antidepresivo tan eficaz!, mejor dicho, ¡qué buena
ocasión para celebrar y dar gracias a Dios por habernos dado la vida, para
agradecer a nuestra madre por haber dicho sí a esa vida que se gestaba y haber
asumido con valentía la tremenda responsabilidad de criarnos y formarnos! La
verdad, la pasé de maravillas, ¡qué bueno contar con tantos y tan queridos
amigos alrededor!, tantas historias, tantas anécdotas, tanta vida acumulada…
¡eso no tiene precio!
Como la vida se acaba y no sabemos cuánto nos queda (fíjense en la
dolorosa tragedia con el joven Legarda), la invitación es a celebrar cada
instante de nuestra vida. La razón es, porque es único, porque puede ser el
último. Anoche cené aquí en Medellín con un joven exalumno, ya profesional y
exitoso, quien me dijo: “José: si me muriera ahora me moriría pleno y feliz
porque he vivido bien la vida”. Y para mis adentros, compartiendo plenamente su
pensamiento, me decía: ¡Qué buen balance!, así debe ser el nuestro, no anual,
no mensual, ¡diario!. Si hoy fuese mi último día, ¿podríamos decir lo mismo de
mi joven amigo? Tiene cada uno la palabra…
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