José Hilario López Agudelo
En setiembre de 2015 La Asamblea General de la ONU
adoptó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, un plan de acción a
favor de las personas, el planeta y la prosperidad, que también incluye la
intención de fortalecer la paz universal y el acceso a la justicia. En dicha
Asamblea, los Estados miembros de la ONU aprobaron una resolución en la que
reconocieron que el mayor desafío del mundo actual es la erradicación de la
pobreza y que sin lograrla no puede haber desarrollo sostenible. Con este
propósito plantearon 17 objetivos con 169 metas, denominados Objetivos de
Desarrollo Sostenible (ODS), de carácter integrado e indivisible, que
abarcan las esferas económica, social y ambiental, los cuales deberán ser materializados
en el año 2030[1].
La nueva estrategia para lograr los ODS comprometió a
los Estados a movilizar los medios y recursos necesarios para su
implementación, mediante alianzas centradas especialmente en las necesidades de
los más pobres y vulnerables. Tal como lo señalaron los Estados en la
resolución aprobada en la referida Asamblea.: «Estamos resueltos a poner fin
a la pobreza y el hambre en todo el mundo de aquí a 2030, a combatir las
desigualdades dentro de los países y entre ellos, a construir sociedades
pacíficas, justas e inclusivas, a proteger los derechos humanos y promover la
igualdad entre los géneros y el empoderamiento de las mujeres y las niñas, y a
garantizar una protección duradera del planeta y sus recursos naturales”.
Hoy después de 10 años de la Agenda 2030 de la ONU
y a sólo 5 de la meta 2030, el balance no podría ser más pobre: solo el 17 % de
sus metas está cerca de cumplirse. La falta de voluntad política y de recursos
que hoy impiden avanzar, eran amenazas previsibles ya en 2015. No se han
impulsado acciones eficaces para transformar nuestros modelos de producción y consumo para que sean socialmente equitativos y
compatibles con los límites planetarios (habiendo superado ya 7 de los 9
límites definidos por el Centro de Resiliencia de Estocolmo). Tampoco se ha
podido frenar la escalada bélica que arrasa con vidas y provoca desplazamientos forzados en unas rutas migratorias cada vez más inseguras.
Como si esto fuera poco, La Organización Meteorológica Mundial (OMM) acaba de
confirmar que la concentración de CO₂ en la atmósfera marcó el pasado año un incremento sin precedentes, el
mayor desde que arrancaron las mediciones directas modernas en 1957.
Colombia presenta hoy un balance mixto en el
cumplimiento de los ODS, con un avance general del 60,2 %. Se han logrado
avances significativos en áreas como la cobertura de seguridad social en salud
y la protección de ecosistemas marinos, pero enfrenta grandes retos en la
reducción de la pobreza y del hambre[2].
El consenso alcanzado en 2015 en la Asamblea de la
ONU incluía un diagnóstico realista sobre el carácter fallido del modelo neoliberal
de desarrollo vigente, y se proponía abordar simultáneamente la crisis, así
como los conflictos socioeconómicos y políticos que afectaban el planeta. Con
sus imperfecciones y debilidades, la Agenda 2030 es, en décadas, la propuesta más sólida, contundente
y ambiciosa de la comunidad internacional. Pero su aplicación quedaba supeditada
a que hubiera un compromiso firme y una asignación de recursos suficiente,
principalmente, provenientes del primer mundo, así como de su eficiente implementación
por los países del tercer mundo. En suma, se requería que en el primer mundo se
mantuviera un sistema democrático liberal con voluntad política, que con
decisión asumiera acciones para enfrentar el cambio climático y el impacto
global, requeridas para la transición energética y la justicia climática que
permitiera preservar la vida en nuestro planeta. Pero durante la última década
las democracias liberales han venido sufriendo un franco retroceso, como
veremos a continuación.
De acuerdo con Democracy Digest 2024 de Economist Intelligence Unit, la
democracia liberal se encuentra en uno de sus peores momentos, con un índice
global de democracia reducido a “un mínimo histórico” en 2024, que según el informe
de 2024 de CIVICUS, basado en datos del Banco Mundial, el 72,5 % de la
población mundial vive en países con derechos severamente restringidos. No se
ha avanzado tampoco en la necesaria gobernanza de los sistemas alimentarios, presos del poder y del beneficio económico, que
sin ser capaces de alimentar adecuadamente a más de un cuarto de la población
mundial, emiten casi el 40 % de las emisiones de gases de efecto invernadero.
La falta de voluntad política se muestra también
con nitidez en la brecha de financiación para el cumplimiento de los ODS, que
se estima en 4 billones de dólares anuales. Mientras tanto, según un estudio de
2024 de Tax Justice Network, los países más poderosos pactan destinar un 5 % del PIB al rearme,
siguen financiando la industria fósil (7 billones en 2022), y permiten que entre 21 y 32 billones de dólares
se oculten en paraísos fiscales.
En suma, la insuficiente respuesta a la emergencia
ambiental (climática, de pérdida de biodiversidad y de contaminación de la
biosfera), sumada a la crisis de la democracia, entre otras causas, amenazan el
cumplimiento de Agenda 2030.
En lugar de medidas decididas para dotar de los
recursos necesarios a las políticas que protegen a las personas, la vida y el
planeta, nos encontramos con el desplome de los fondos de Ayuda Oficial al
Desarrollo, que dejan abandonados a millones de personas de las regiones más
empobrecidas. La posibilidad de activar marcos globales de justicia fiscal
parece cada vez más inalcanzable, a pesar del impulso dado en el G-20 bajo la
presidencia de Brasil y de la aprobación de la Convención sobre Cooperación
Fiscal Internacional, de la que Estados Unidos ya se ha desmarcado. Bastaría,
sin embargo, con un impuesto del 2 % a la riqueza de las 3000 personas más
ricas del mundo para dotar de protección social a 820 millones de personas
empobrecidas.
Enrique Segovia, director del Fondo Mundial para la
Naturaleza (WWF por sus siglas en inglés) España, et al, en artículo publicado
el pasado 15 de octubre en El País de España, titulado “10 años de la
creación de la Agenda 2030: un futuro en común en tiempos de encrucijada”,
abre una luz de esperanza para la Agenda, algunos de cuyos apartes trascribo a
continuación[3].
… No podemos resignarnos a que la Agenda 2030 quede
como una promesa incumplida. Los próximos cinco años deben servir para activar
las transformaciones profundas que siguen pendientes para poner la vida y no el
beneficio económico privado en el centro. España y la Unión Europea tienen la
responsabilidad de ejercer un liderazgo claro en esa dirección, reforzando el
multilateralismo y apostando por la cooperación como herramienta de justicia
global.
Al mismo tiempo, sabemos que los cambios no llegan
solo desde arriba. La historia reciente lo demuestra: millones de personas han
salido de la pobreza extrema, niñas que antes no podían acceder a la escuela hoy
se forman, y movimientos feministas, climáticos y comunitarios han conquistado
derechos y obligado a gobiernos y empresas a rendir cuentas. Son pruebas vivas
de que la transformación es posible cuando la voluntad política se une a la
fuerza de la sociedad.
Pero para que esa energía siga abriendo caminos, es
imprescindible garantizar espacios de participación y de incidencia para la
sociedad civil, cada vez más restringidos en todo el mundo. Sin voces libres y
organizadas, no habrá democracia ni justicia global capaces de sostener el
futuro. El reto ahora es doble: evitar retrocesos y abrir horizontes nuevos.
Los riesgos son grandes, pero también lo son las capacidades, los conocimientos
y los recursos disponibles para ser movilizados.
Ese es el horizonte que reclamamos y que sabemos posible: un futuro
compartido, digno y seguro para todas las personas. El futuro será en común o
no será. Los próximos 5 años hasta 2030 no están escritos: puede ser un tiempo
de regresión o un lustro en que demos un giro decisivo hacia un mundo más
justo, democrático y sostenible.
[2] Se aclara que, en lo referente a los avances en salud, los logros sólo se refieren al cubrimiento de la afiliación al sistema, donde se han logrado avances significativos en la cobertura de afiliación, alcanzando niveles cercanos al 100 %.