Fredy Angarita
Hace tiempo me ronda una idea: vivimos en
ciclos. Lo vemos en la música, en las palabras, en la literatura, en la forma
en que repetimos la historia sin darnos cuenta.
Cuando Enrique Santos Discépolo escribió “Cambalache”,
en 1934, le puso letra a la podredumbre de su tiempo. Fue tan honesto que el
régimen militar argentino no dudó en censurarlo. En Colombia cuando por fin
llegó, fue la Iglesia quien lo rechazó. ¿Demasiado directa la crítica?
¿Demasiado desnuda la verdad? Y, sin embargo, esa canción sigue sonando hoy
como si se hubiera escrito ayer. No ha dejado de ser vigente esa estrofa: “El
siglo veinte es un despliegue de maldad insolente, ya no hay quien lo niegue.
Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo, todos manoseaos.”
Estamos en el siglo XXI, pero seguimos revolcaos y lo más irónico, ya ni el
lodo nos ensucia, porque aprendimos a vivir con él.
En el lenguaje también se repiten los ciclos.
Las palabras no mueren, se disfrazan. Tomemos el “perreo”, hoy lo vemos como un
baile, una fiesta, una expresión del cuerpo. Pero entre 1850 y 1853, en el
Caribe, “perrear” era otra cosa: nombraba los castigos con látigo (zurriago)
que el pueblo, y los esclavos incluidos, les daba a sus antiguos amos. Los
azotaban como a perros, de ahí viene el término. Hoy perreamos sin saberlo,
bailamos sobre una historia que no recordamos.
La literatura también tiene memoria. François
de La Rochefoucauld, un aristócrata del siglo XVII escribió máximas que hoy
podrían ser tuits virales.
Como esta: “La mayor parte de las personas
no se arrepienten de haber hecho el mal, sino de no haberlo hecho con
suficiente discreción.”
Uno se pregunta si realmente avanzamos o si
solo reciclamos el cinismo con palabras nuevas. Porque si los ciclos insisten
en repetirse, si la historia vuelve con otra ropa, pero con los mismos gestos,
al menos deberíamos recordar de dónde vienen las cosas que decimos, las
canciones que cantamos, las palabras que usamos.
Si vamos a perrear, que no sea con la
conciencia dormida. Si vamos a citar canciones, que no sea solo por estética. Y
si hablamos de moral, recordemos que la hipocresía también se hereda, la
memoria también se baila, la historia también tiene ritmo.
La palabra también es un tambor que, cuando
resuena, nos recuerda quiénes fuimos y quiénes aún no dejamos de ser.