jueves, 24 de abril de 2025

Los emperadores romanos tampoco renunciaban

José Alvear Sanín
José Alvear Sanín

Cuando repaso la historia de los presidentes de Colombia encuentro que, en general, fueron personas de conducta familiar y social normal. Casi todos ciudadanos correctos, inteligentes y preparados; alocado, solo Mosquera. Algunos, excepcionales. Salvo Samper y Rojas Pinilla, se ejercía el poder con prudencia, austeridad, elegancia y discreción.

La República romana, virtuosa y legalista, dio paso a una era en la que los emperadores rivalizaban en los peores excesos, con la solitaria excepción, al parecer, de Marco Aurelio, moralista estoico y sobrio gobernante.

Al igual que a los romanos, a nosotros nos ha tocado el cambio, porque en los últimos 31 meses, las severas figuras republicanas han pasado de moda, al irrumpir en la escena el primer emperador colombiano, incapaz de lucir la púrpura sin el acompañamiento de la extralimitación del poder absoluto –que se dirige a la magistratura vitalicia– y de muchos vicios privados.

En cada uno de los 930 días (y noches), el gobernante ha protagonizado un escándalo, trasegando por el filo del Código Penal: prevaricando, calumniando, dilapidando, insultando, amenazando, desfalcando, violando siempre la Constitución, porque la única ley vigente es la dictadura de su voluntad vanidosa, ignorante, pérfida y rapaz...

El show diario –malísimo, aburridor y monótono–, es eficaz porque se ejerce con dos palancas: la activa (mermelada) y la pasiva (shu-shu-shu), para conducir al caos institucional y moral del que surge la revolución, único ideal de quien solo sabe odiar.

Antes, bastaba con la acusación de una indelicadeza, imprudencia o descuido, para que un gobernante tuviera que afrontar la opinión pública, de tal manera que, si no podía demostrar su corrección, la salida fuera la renuncia o la destitución. Pero, como nos acostumbramos a la diaria exhibición de la máxima impudicia, nada pasa, aunque nadie desconoce la ignorancia, vulgaridad, inmoralidad y desequilibrio mental del ocupante de la casa de Nariño.

Y ahora, con el testimonio irrefragable de Leyva, tampoco pasará nada, porque el país ya está resignado a ser gobernado por dos drogadictos y una cáfila de tunantes y logreros.

Así como los emperadores romanos jamás renunciaban, el primer emperador colombiano no lo hará, porque además de desvergonzado y mentiroso, sabe que no será depuesto por un Congreso embadurnado, ni por una magistratura genuflexa, ni por unas Fuerzas Armadas emasculadas, en un país desinformado por comunicadores fletados y por una clase política indiferente ante la corrupción y el vicio.