José Alvear Sanín
Cuando repaso la historia de los
presidentes de Colombia encuentro que, en general, fueron personas de conducta
familiar y social normal. Casi todos ciudadanos correctos, inteligentes y
preparados; alocado, solo Mosquera. Algunos, excepcionales. Salvo Samper y
Rojas Pinilla, se ejercía el poder con prudencia, austeridad, elegancia y
discreción.
La República romana, virtuosa y
legalista, dio paso a una era en la que los emperadores rivalizaban en los
peores excesos, con la solitaria excepción, al parecer, de Marco Aurelio,
moralista estoico y sobrio gobernante.
Al igual que a los romanos, a nosotros nos
ha tocado el cambio, porque en los últimos 31 meses, las severas figuras
republicanas han pasado de moda, al irrumpir en la escena el primer emperador
colombiano, incapaz de lucir la púrpura sin el acompañamiento de la
extralimitación del poder absoluto –que se dirige a la magistratura vitalicia–
y de muchos vicios privados.
En cada uno de los 930 días (y noches),
el gobernante ha protagonizado un escándalo, trasegando por el filo del Código
Penal: prevaricando, calumniando, dilapidando, insultando, amenazando,
desfalcando, violando siempre la Constitución, porque la única ley vigente es
la dictadura de su voluntad vanidosa, ignorante, pérfida y rapaz...
El show diario –malísimo, aburridor y
monótono–, es eficaz porque se ejerce con dos palancas: la activa (mermelada) y
la pasiva (shu-shu-shu), para conducir al caos institucional y moral del que
surge la revolución, único ideal de quien solo sabe odiar.
Antes, bastaba con la acusación de una
indelicadeza, imprudencia o descuido, para que un gobernante tuviera que
afrontar la opinión pública, de tal manera que, si no podía demostrar su
corrección, la salida fuera la renuncia o la destitución. Pero, como nos
acostumbramos a la diaria exhibición de la máxima impudicia, nada pasa, aunque
nadie desconoce la ignorancia, vulgaridad, inmoralidad y desequilibrio mental
del ocupante de la casa de Nariño.
Y ahora, con el testimonio irrefragable
de Leyva, tampoco pasará nada, porque el país ya está resignado a ser gobernado
por dos drogadictos y una cáfila de tunantes y logreros.
Así como los emperadores romanos jamás
renunciaban, el primer emperador colombiano no lo hará, porque además de
desvergonzado y mentiroso, sabe que no será depuesto por un Congreso
embadurnado, ni por una magistratura genuflexa, ni por unas Fuerzas Armadas
emasculadas, en un país desinformado por comunicadores fletados y por una clase
política indiferente ante la corrupción y el vicio.