Dicen que el hablar, nos
diferencia de los animales: así sea. Otra cosa es que nos comportemos como
verdaderos loros parlanchines.
Además, claro que existe la
libertad de expresión y que estamos aún en una débil democracia, pero eso no es
suficiente para aprovechar y salir a decir bobadas.
Lamentablemente hoy por hoy, se
nos fue la mano, y todos, sin excepción, no hacemos más que hablar sobre
cualquier asunto, digamos que empleando este recurso como medio de
socialización a través de la comunicación.
Estamos creyendo que con hablar
las cosas se solucionan, mientras que hoy, hablando, estamos tratando de
explicar lo inexplicable, justificando la no obtención de resultados, prometiendo
lo irrealizable, echándole la culpa a otros y no asumiendo ningún compromiso
serio.
Habla el papa, habla el
presidente, habla el magistrado, habla el general, habla el científico, habla
el político, habla el delincuente, habla el profesional, habla el profesor,
habla el trabajador, habla el ciudadano del común, habla el niño, hablan el perro
y el gato y hablan hasta los burros.
Está bien que hablemos, pero que
hablemos cosas sensatas, con algún conocimiento de causa para poder esgrimir y/o
rechazar argumentos, ya sea bajo los aspectos y fundamentos de la lógica, de la
dialéctica o de la oratoria y la retórica bien entendidas.
Uno ve las entrevistas que hacen
algunos buenos periodistas –pues no todos son buenos periodistas ni son
entrevistadores– a algunos personajes a quienes difícilmente se les puede
reconocer que tienen el cerebro conectado con la lengua. Hace uno fuerza para
que puedan hilar las ideas y puedan expresarse con palabras correctas a un
ritmo más o menos decente, no como si el entrevistado fuera un protozoario.
Es importante además saber el
manejo correcto del lenguaje y no caer en equivocaciones del orden gramatical o
del sentido de las palabras y mucho menos en la vulgaridad, la ofensa y la
descortesía.
La idea de los voceros
oficiales debería fortalecerse para disminuir el número de “fuentes
oficiales” tanto de organizaciones públicas como privadas.
Además, pareciera ser que el
protagonismo o el afán de visibilidad hace que los funcionarios patrocinen a
algunos periodistas para que los entrevisten, haciendo gala de su desfachatez.
¿Con cuál frecuencia deben dar
ruedas de prensa los ministros, el fiscal general de la Nación, los presidentes
de las altas cortes, el procurador, el contralor general de la nación o los
dirigentes gremiales, entre otros tantos?
Pareciera que a diario hay que
buscarlos o se dejan encontrar para que se pronuncien sobre el asunto de turno,
independientemente de su trascendencia o no, de su conocimiento o no.
Eso sí, todo el mundo habla y da
declaraciones, pero cuando se trata de responsabilizarse por lo que se dijo,
aun cuando queden las grabaciones, la salida tradicional y de rigor es: “Me
sacaron de contexto”, o “lo que quise decir fue…”.
¿Recuerda usted amable lector el
nombre del fiscal general de cualquier país desarrollado? Claro que no. Hay
cargos que requieren cierto perfil, prudencia y recato, no protagonismo, a no
ser que circunstancias de excepción lo ameriten.
Ahora bien, y es mi posición
personal, no estoy de acuerdo con que se administre a punta de Twitter. Es
claro que la tecnología proporciona excelentes herramientas para usarlas
correctamente, pero no como botafuegos y reacciones imprudentes y en caliente de
los gobernantes primarios de turno.
¡Cuánto añoro a los grandes editorialistas
y a sus editoriales, a los grandes columnistas y a sus columnas! Hombres y
mujeres de pluma fina, de conocimientos profundos, de idoneidad comprobada,
obviamente defendiendo sus formas de ver el mundo, pero con el conocimiento, la
seriedad, el atrevimiento y la sagacidad para pronunciarse sobre los temas de
interés general y responsabilizándose por lo que escriben.
Hoy estamos llenos de lugares
comunes, de posturas pre calculadas para decir lo políticamente correcto y
muchas veces decir mucho sin decir nada para poder pasar agachados.
Cada época trae su afán. Hoy
pareciera ser que estamos sumidos todos en la vergonzosa mediocridad.
Dice el dicho popular que “uno
es amo de su silencio y esclavo de sus palabras”.
Recordemos a Orson Welles cuando
dice: “Muchas personas son lo bastante educadas como para no hablar con la
boca llena, pero no les preocupa hacerlo con la cabeza vacía”.