Por John Marulanda
Lo que más azota a nuestro hermano país venezolano,
son las bandas delincuenciales y los desafueros de las autoridades policiales
que encarcelan y asesinan a ciudadanos, inocentes en la mayoría de los casos (3.568 víctimas) y que ha llevado la cifra de homicidios a 9.367, un 35,3 por cada 100 mil habitantes en el año 2022, con un promedio de 26 muertes violentas por día,
180 cada semana y 781 por cada mes, según el observatorio venezolano de
violencia, OVV. Cifra muy por encima del estándar mundial de 3-4 por cada 100
mil pobladores.
Sin embargo, Venezuela no presenta la dramática
situación de Colombia, que lleva cerca de seis décadas signadas por la
violencia y el terrorismo, siempre en nombre de la liberación del imperialismo
yanki, para caer, por supuesto, en manos del imperio chino o del imperio ruso,
los "hermanos mayores" según Maduro.
Colombia ha visto desfilar a lo largo de su
historia a bandas armadas como las FARC, el ELN, el EPL, el M-19 y otros,
transformadas por obra y milagro de la cocaína en narco organizaciones que han
perdido el sentido “revolucionario” para convertirse en simples carteles del
primer país productor del mundo.
El Ejército Nacional presentó recientemente una
relatoría ante la JEP, en la que registra 18.841 asesinados, 5.707
desaparecidos y 316 secuestrados, para un total de 69.573 víctimas, la gran
mayoría de ellas no reconocidas oficialmente. Y el número de civiles caídos es
inconmensurable. Así que romantizar los desafueros de chantaje, extorsión,
secuestro, fusilamientos y narcotráfico, es quitarle el piso real a los
narcoterroristas de hoy que solo buscan enriquecerse mientras se burlan de un
Estado confuso, apasionado y con su FFPP debilitada.
A raíz de la última sentencia de la CIDH que
condenó al Estado por el genocidio de la Unión Patriótica en las décadas 80 y
90, y justo cuando se conmemora un aniversario del bombazo del club El Nogal,
alias “Timochenco”, salió a pedir que se le reconozca a las FARC la condición
de víctimas, un desafuero mayor que controvierte el espíritu republicano,
demócrata y civilista de Colombia. Es un mega-super-hiper-desaguisado
que puede terminar en el cambio institucional del país y su relevo por una
autocracia tiránica, tipo Venezuela, precisamente.
Y a eso le apunta el actual presidente, en mala
hora votado por cerca de la mitad de los electores del país. Su reciente
declaración a un grupo de jóvenes en el barrio Siloé, en Cali, es el refuerzo
ideológico de un gobernante que impone sus criterios y emociones, por encima de
su obligatorio razonamiento como guía de 52 millones de colombianos que miramos
con incertidumbre su improvisado y reciente plan de gobierno, que contempla la
salida de la Policía del Mindefensa, de acuerdo con lo prometido en campaña.
Las reformas: política, al sector minero
energético, a la salud, a las pensiones y la “paralización”, constitucional por
lo demás, de la Fuerza Pública, ha llevado a que, durante sus escasos seis
meses de este gobierno, se registren 33 masacres, por lo menos, con unos 117 o 120 muertos, a corte de Indepaz.
Como bien lo advierte Óscar Platero, capitán en
retiro del Ejército de Guatemala, posesionar los términos genocidio y delitos
de lesa humanidad, es una clara guerra ideológica pues tales delitos, una
vez certificados por una organización internacional, no prescriben siendo, como
lo son en Colombia, consecuencia directa de los acuerdos de paz entre los
gobiernos de turno y los grupos armados irregulares organizados. Y bien que lo
saben en Guatemala, desde donde sindican al actual ministro de Defensa
colombiano.