jueves, 9 de febrero de 2023

Vigía: de masacradores a ¿víctimas?

Coronel John Marulanda (R)
Por John Marulanda

Lo que más azota a nuestro hermano país venezolano, son las bandas delincuenciales y los desafueros de las autoridades policiales que encarcelan y asesinan a ciudadanos, inocentes en la mayoría de los casos (3.568 víctimas) y que ha llevado la cifra de homicidios a 9.367, un 35,3 por cada 100 mil habitantes en el año 2022, con un promedio de 26 muertes violentas por día, 180 cada semana y 781 por cada mes, según el observatorio venezolano de violencia, OVV. Cifra muy por encima del estándar mundial de 3-4 por cada 100 mil pobladores.

Sin embargo, Venezuela no presenta la dramática situación de Colombia, que lleva cerca de seis décadas signadas por la violencia y el terrorismo, siempre en nombre de la liberación del imperialismo yanki, para caer, por supuesto, en manos del imperio chino o del imperio ruso, los "hermanos mayores" según Maduro.

Colombia ha visto desfilar a lo largo de su historia a bandas armadas como las FARC, el ELN, el EPL, el M-19 y otros, transformadas por obra y milagro de la cocaína en narco organizaciones que han perdido el sentido “revolucionario” para convertirse en simples carteles del primer país productor del mundo.

El Ejército Nacional presentó recientemente una relatoría ante la JEP, en la que registra 18.841 asesinados, 5.707 desaparecidos y 316 secuestrados, para un total de 69.573 víctimas, la gran mayoría de ellas no reconocidas oficialmente. Y el número de civiles caídos es inconmensurable. Así que romantizar los desafueros de chantaje, extorsión, secuestro, fusilamientos y narcotráfico, es quitarle el piso real a los narcoterroristas de hoy que solo buscan enriquecerse mientras se burlan de un Estado confuso, apasionado y con su FFPP debilitada.

A raíz de la última sentencia de la CIDH que condenó al Estado por el genocidio de la Unión Patriótica en las décadas 80 y 90, y justo cuando se conmemora un aniversario del bombazo del club El Nogal, alias “Timochenco”, salió a pedir que se le reconozca a las FARC la condición de víctimas, un desafuero mayor que controvierte el espíritu republicano, demócrata y civilista de Colombia. Es un mega-super-hiper-desaguisado que puede terminar en el cambio institucional del país y su relevo por una autocracia tiránica, tipo Venezuela, precisamente.

Y a eso le apunta el actual presidente, en mala hora votado por cerca de la mitad de los electores del país. Su reciente declaración a un grupo de jóvenes en el barrio Siloé, en Cali, es el refuerzo ideológico de un gobernante que impone sus criterios y emociones, por encima de su obligatorio razonamiento como guía de 52 millones de colombianos que miramos con incertidumbre su improvisado y reciente plan de gobierno, que contempla la salida de la Policía del Mindefensa, de acuerdo con lo prometido en campaña.

Las reformas: política, al sector minero energético, a la salud, a las pensiones y la “paralización”, constitucional por lo demás, de la Fuerza Pública, ha llevado a que, durante sus escasos seis meses de este gobierno, se registren 33 masacres, por lo menos, con unos 117 o 120 muertos, a corte de Indepaz.

Como bien lo advierte Óscar Platero, capitán en retiro del Ejército de Guatemala, posesionar los términos genocidio y delitos de lesa humanidad, es una clara guerra ideológica pues tales delitos, una vez certificados por una organización internacional, no prescriben siendo, como lo son en Colombia, consecuencia directa de los acuerdos de paz entre los gobiernos de turno y los grupos armados irregulares organizados. Y bien que lo saben en Guatemala, desde donde sindican al actual ministro de Defensa colombiano.