Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Amigos:
llegó el estrés de fin de año. Todo el mundo a correr. Pareciera que el mundo
se va a acabar y puede ser que sí. En tal caso, me imagino que ese corre, corre,
sería para presentar un balance positivo al Padre Eterno, porque aquí quedaría
muy poco o nada.
Hablando
en serio, unido al encanto del tiempo de Navidad con sus fiestas, celebraciones
y también vacaciones, nunca he podido entender por qué a la par se da un
fenómeno generalizado de estrés: hay que rendir cuentas, presentar balances con
números en negro, entregar informes de gestión, cerrar procesos, concluir
tareas pendientes, mejor dicho, un acelere infinito. Y yo creo que sí, que es
importante cerrar ciclos, que hay que hacer cortes, que es importante y
necesario realizar evaluaciones periódicas, pero eso no es sinónimo de juicio
final sino de la dinámica misma de la vida y que, por tanto, no es para
infartarse y morir en el intento, sino que de lo que se trata es mirar cómo van
las cosas, felicitarnos o exigirnos, pero, igualmente, continuar adelante.
Y
yo me pregunto si en todas las latitudes de este mundo, esta época se asume de
la misma manera, con ansiedad, angustia y desesperación, como canta el bolero,
o si es parte del paisaje y la rutina ordinaria. Alguna vez lo dije: ¿qué
diferencia hay entre la noche del 31 de diciembre y la mañana del primero de
enero fuera de cambiar la hoja del almanaque?, ¿Será la misma que existe entre
el 30 de junio y el primero de julio, o es una cuestión anímica, mental,
psicológica?
Por
supuesto que es un asunto mental y se me dirá que es necesario y hasta
saludable hacer esos cortes, tener esos cierres. Entonces, si es saludable, si
es necesario, ¿para qué estresarse? Si las cosas se hacen bien desde el
comienzo, si hay un cotidiano y constante esfuerzo, ¿cuál es la razón para
somatizar y enfermarse? Claro, si no lo haces así, si dejas todo para última
hora, si eres mediocre, apoltronado y perezoso, si te relajas cuando no debías
hacerlo entonces, ahí sí, ¡a correr! Pasa como al estudiante vago que hizo
locha todo el año y en el último periodo académico quiere aprobar el curso, o
el equipo de fútbol que jugó con desgano y cuando se acerca el minuto 90 anhela
que le den unos minutos de tiempo extra a ver si se hace el milagro de hacer un
gol para empatar y no perder.
Entonces,
pareciera ser también un tema cultural, de entorno organizacional, de cómo nos
lo han enseñado a vivir. Y así, después de ese estrés, de ese desfogue de
cansancio, de unas merecidas vacaciones, llega el nuevo año y… hay que volver a
prender motores, arrancar de nuevo, comenzar otra vez. Por eso los tiempos
muertos, cierres obligados, recesos ineludibles, bajones en el rendimiento y la
productividad, ¿por qué? La verdad, no le encuentro sentido al estrés de estas
épocas. Al menos de estrés extraordinario que pareciera de verdad el del fin
del mundo… y, bueno, pues no quisiera que se acabara todavía, pero hay que
decírselo al hijo de Putin para que no lo haga antes de tiempo, baje el estrés
y deje a Ucrania en paz.