Por José Alvear Sanín*
Los cien primeros
locuaces días de Petro acaparan titulares en Colombia, donde lo oímos como si
lloviera, mientras en el exterior sus trinos y desplantes se evalúan antes de
traducirse en análisis, percepciones y medidas relativas al riesgo-país en que
se viene convirtiendo el nuestro, por la palabrería gárrula y las alocadas
iniciativas.
En cambio, los
reflectores escasean para Francia, a pesar de sus numerosas francachelas,
opulentos viajes y generosa labia. En materia de poder, ella no parece hasta
ahora tener mucho, pero su soltura de lengua sí es notable. Se me dirá
entonces, que por lo primero no vale la pena ocuparse de lo segundo.
Discrepo de esa fácil
excusa para no fijarse en Francia, porque ella está en el centro de las
corrientes que, en procura de afirmación étnica, se preparan para disgregar el
país, sea desde el indigenismo o desde las negritudes.
Pocas cosas hay más
maravillosas, desde el punto de vista de la formación, integración y
consolidación de un gran país, que el mestizaje. A mayor escala, mejor. Quizá
Colombia ha sido el país donde este se ha dado de manera más amplia y exitosa,
con el resultado de un gran pueblo.
En cambio, los
movimientos woke que llegan de los Estados Unidos implican grandes
peligros porque comprometen el futuro de paz cívica hacia el cual ha avanzado el
país por los senderos del crecimiento y el progreso, que ahora tienen tantos
detractores.
Francia es woke,
y como tal acude a la reunión del COP27 en Sharm El Shek, con otra nutrida
comitiva. Allá la pilla la Deutsche Welle para un extenso reportaje, que se
inicia resaltando que ella es la “primera vicepresidente afro de Colombia”, así
que lo digno de acentuarse es la afirmación racista, no la condición de
colombiana al servicio de todos sus compatriotas.
La entrevista se
ocupará únicamente del “descender de esclavos” y de “poblaciones históricamente
excluidas por el colonialismo, la esclavitud y el racismo”.
La esclavitud fue
finalmente vencida cuando un líder cristiano, William Wilberforce, logró en 1797
que la Marina Real detuviese y destruyese los barcos que transportaban negros
hacia las Américas. El Libertador decretó en 1821 la libertad de los hijos de
los esclavos, y cuarenta años más tarde los pocos ancianos de esa condición que
quedaban vivos fueron liberados por José Hilario López.
Y si al colonialismo
vamos, desde 1819 Colombia logró la independencia, muchísimos años antes que
buena parte de los actuales Estados europeos y todos los africanos la
conquistaran.
Para no ir entonces más
lejos, lo malo que haya sucedido en los últimos dos siglos es culpa nuestra; y
lo muchísimo bueno se debe a nuestra gente, cosa que no se reconoce ni en la
ríspida izquierda, que quiere hacer creer a los jóvenes que este es el peor
país del mundo y el más injusto, ni en los pronunciamientos de Francia. Esta
insiste pues en achacar nuestros males a un número indeterminado de países, que
llama “sistema de mercado que esclavizó a nuestros ancestros y ancestras y
que sigue dominando al mundo”.
Su monótona monserga
sigue, hasta llegar a decir que “tenemos mucha legitimidad para levantar la voz
y demandar reparaciones históricas (…) en una ruta de condonación de la deuda
externa (…) que Colombia pueda condonar (sic) su deuda externa con varios
países que fueron responsables tanto del colonialismo como de la crisis
ambiental (…) que liberen los recursos en términos de deuda y que esos recursos
se inviertan de manera eficiente y eficaz en esas comunidades étnicas, tanto
indígenas como afrodescendientes”.
¡Nada pues para el
resto, los colombianos mestizos!
Ahora bien, qué bueno
sería que los daños que nos han causado otros países —España, Inglaterra y USA,
suponemos— se pudieran cuantificar y que esos Estados nos indemnizaran. Pero,
señora Francia, qué tal si esos países, a su turno, nos reclamaran por los
beneficios culturales, económicos, científicos y técnicos, como la lengua, la
religión, la medicina científica, el ganado, hortalizas, frutales, forrajes,
aves de corral, matemáticas, ingeniería, vacunas, higiene… Y si además
compensaran los beneficios de los saberes ancestrales, tan recomendados por usted,
contra lo que a ellos les costó, por ejemplo, la sífilis, que llevaron de
América y que se vino a curar apenas con los antibióticos, de innegable procedencia
blanca y heteropatriarcal.
Antes de considerar la
historia como un plano único e intemporal de lucha entre buenos y malos,
Francia debería recapacitar. Los afrodescendientes en América Latina no
estarían aquí si los caciques de las costas africanas, que vendían sus gentes a
los mercaderes árabes de esclavos, no hubieran ampliado su mercado a los
negreros europeos. Para ser consecuente, ella debería solicitar también
reparaciones históricas y económicas a los actuales Estados africanos, de cuyos
territorios fueron exportados tantos negros por, los antecesores y las antecesoras,
de los actuales gobernantes y gobernantas…