Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Bogotá,
como capital de la República, acoge a todos, propios y extraños. Es de todos y
a la hora de la verdad: ¡de nadie! Muchos han querido y han logrado ser sus
alcaldes, más como trampolín político para su carrera hacia la presidencia que propiamente
porque les conmueva o interese su suerte. Saben que si lo hacen bien se les despeja
el camino hacia la casa de Nariño.
Pero
Bogotá es una cosmópolis enorme e inmanejable que a muy pocos les duele. Rolos,
rolos, de esos cachacos auténticos originarios de esta sabana, pocos, pocos. Sus
habitantes son en su mayoría la resultante de una simbiosis o, si se quiere,
una amalgama de culturas y tradiciones de todas partes. Aquí hay de todo como
en botica. Todos quieren usufructuarla, pero pocos están decididos a cuidarla. La
modélica cultura ciudadana que uno viera en antaño en otras ciudades aquí ha
brillado por su ausencia. La gente despotrica de su desorden, su inseguridad,
sus basuras, su caos vehicular, su inclemente clima, todo lo que quieran, pero
muy pocos estarían dispuestos a contribuir para sacarla adelante y hacerla
bella y grata.
La
pared y la muralla son el papel de la canalla, decían los ancestros con razón, sin
embargo, una gaminería que pide se les respete ha pintorroteado muros y
monumentos. No hay ninguna obra de arte, no hay expresión más allá de su afán
de dejar constancia del querer marcar territorios y ensuciar más la ya mugrosa cara
que tiene. Se colocan canecas de costoso aluminio para que se depositen allí
las basuras y si no se las roban, tiran los desechos por fuera para contribuir
a hacer más grotesco el espectáculo. Las torres de señalización se vuelven el
tablero de pelafustanes desocupados que borran cualquier vestigio de
información. Las estaciones del Transmilenio se vandalizan descaradamente
cuando la turba se enardece y sus torniquetes de acceso son ridiculos
monumentos que solo utilizan unos pocos, porque todos quieren colarse gratis en
sus artículados.
Me
impacta ver el multimillonario gasto haciendo ciclorutas, estrechando aún más
las angostas calles, colocando miles de costosos taches que las demarcan, separadores
y columnas verticales, hectolitros de pintura derramados en el piso con colores
diferenciados, todo eso para que los intrépidos ciclistas sigan raudos haciendo
cabriolas entre los carros o asustando gente en los andenes y esas lujosas vías
que les hicieron, de adorno y a merced de ladrones que se roban lo que pueden. Millones
de millones para artefactos inútiles y ni un solo peso para tapar los huecos de
la destrozada malla vial. En estos días decían que diariamente se accidentan y
mueren motociclistas victimas de caídas en cráteres abísmales. Prefieren pagar
las autoridades miles de millones en SOAT, pólizas de seguros y abarrotadas
salas de urgencias con jóvenes lisiados de por vida, que gastar en mejorar las
vías. Pareciera que cada funcionario quiere lucirse con sus obras, pero que no
hay planeación ni coordinación a la hora de ejecutarlas.
Sepultado
Carreño y sus normas básicas de urbanidad. Olvidado Mockus el único alcalde que
luchó por rescatar esas elementales normas de comportamiento ciudadano.
Desterrada la educación cívica de las aulas. Ignorada desde la cuna por padres
de familia y desde la escuela por amedrentados educadores… La caótica vorágine
capitalina está a la deriva del sálvese quien pueda. Decía el popular Gómez
Bolaños en sus libretos: “Y, ahora, ¿quién podrá defendernos?” ¿Algún
torpe Chapulín o alguien con coraje, tenacidad y pantalones bien puestos?