Por Pedro Juan González Carvajal*
La educación superior en
el planeta vive, después de la pandemia, uno de los momentos más complejos de
su historia. Y no es que los hábitos de los humanos, especialmente de los
estudiantes actuales o potenciales, haya cambiado, así como el de los docentes,
sino que existe un replanteamiento con respecto a la justificación de invertir cinco
años de vida para prepararse en algún área de conocimiento sin que ello asegure
oportunidad laboral alguna, frente a otras alternativas lícitas como obtener
rápidas certificaciones en temas puntuales que permiten un rápido y rentable
acceso al mercado.
No todos tienen espíritu
emprendedor y por ello buscan alternativas a través de certificaciones de “proveedores
o fabricantes” como se los denomina ahora, sobre todo en las áreas de
tecnología informática con todas sus aristas. Por no mencionar a reconocidos y
exitosos empresarios en el ámbito mundial que se ufanan de haber obtenido el
éxito, entre otras razones, por haber abandonado a tiempo la educación
superior, en la cual se sentían limitados en sus aspiraciones.
Para nuestro caso
colombiano, otro elemento que entra a jugar es la distinción que se hace con
respecto a la universidad pública y la privada, en el entendido de que ambas
prestan un servicio público regido por un maremágnum de legislaciones y normatividades
a través de instituciones absolutamente pesadas como lo son el Ministerio de
Educación Nacional y sus oficinas satélites.
Trámites para los
trámites, plataformas no estables, procesos y procedimientos bien intencionados
pero que en poco han contribuido a mejorar la calidad de la educación superior
en el país y que dejan como simple enunciado aquello de lo de la “autonomía
universitaria”. Por ejemplo, es dramática la manera como una institución tiene
que paralizar sus procesos para atender visitas de pares académicos algunos muy
profesionales y otros, cargados de subjetividades. Resulta problemático que se
pretenda apalancar la calidad de las instituciones a través de un sistema de
aseguramiento de dudosa calidad.
En números redondos,
existen 300 instituciones de educación superior en Colombia, entre universidades
e instituciones universitarias, de las cuales 50 están acreditadas en alta
calidad. Para esta acreditación, que es válida y necesaria, se aplican iguales condiciones
(estándares, aunque se le saque el cuerpo al uso de esta palabra), para todas
las instituciones, lo cual no es del todo equitativo, ya que el aspecto
económico para soportar las inversiones necesarias es un condicionante de
carácter estructural, por no hablar del contexto social y hasta geográfico en
el que desarrolle su actividad una institución.
Ahora bien, personalmente
no acepto la denominación peyorativa de “instituciones o universidades de
garaje”, pues todas, absolutamente todas son vigiladas por el Ministerio de
Educación nacional, y en caso de desvíos, el propio Ministerio sería un
complaciente cómplice. Además, todas las instituciones tuvieron un inicio y
tienen un proceso evolutivo y algunas de las más importantes del país, nacieron
en un “garaje”.
Para la clase política, el
foco de la intervención en la educación superior sigue girando alrededor del
tema de la cobertura. Esto no está mal del todo, pero debe entenderse que
cobertura sin calidad es una simple dejada de constancia y que, en términos
prácticos, la mayor cobertura se logrará de manera efectiva es a través de las
otras 250 instituciones de carácter privado que despliegan su accionar en todo
el territorio nacional.
La universidad pública, a
la que debemos rodear y fortalecer, tiene demasiadas ataduras internas para ser
ágil y poder comprometerse con temas de impacto y volumen, que impliquen
aumento de cobertura.
Ahora bien,
debe haber respeto y coherencia con respecto a roles, funciones y actuaciones. Partiendo
del principio de buena fe, considero que ni el SENA ni las cajas de
compensación tienen por qué ofrecer de manera directa programas de educación
superior. Esto podría entenderse como una forma de competencia desleal y aún
más, como en el caso del SENA, una desviación de su misión original
desarrollada excelentemente a lo
largo de décadas, como lo es la formación para el trabajo.
Hoy hay que ayudarle a las
IES a salir del bache y eso requiere apoyo financiero. Existen estrategias de
financiación, de matrícula cero, de subsidios (en parte forzadas por la
pandemia y por el estallido social), que no han sido suficientes.
Es por eso por lo que la
figura del Icetex debe mirar a todos los actores del proceso, incluyendo
Instituciones, estudiantes y profesores.
Hay que mirar también de
manera integral a lo que pretendidamente se la ha querido denominar sistema
educativo, que cubre todos los niveles y perfeccione los intentos que se han
realizado de articulación entre ellos.
Una buena educación
primaria. Una buena educación secundaria que sirva de insumo para la educación
superior, lo cual es defendido por los rectores de los colegios y criticada por
las universidades.
Resulta por lo menos
simpático ver cómo, ante la urgencia de buscar fuentes de ingreso alternativas
a las matrículas, muchas universidades están montando hoy institutos técnicos para
la oferta de programas de corta duración. Lo que antes se miraba por encima del
hombro, hoy aparece como alternativa.
Y es que, para no utilizar
la desgastada palabra “reinvención”, el sistema educativo, específicamente en
la educación superior (o postsecundaria) debe repensarse: se habla de las
carreras del futuro pero se siguen ofreciendo los mismos programas de siempre,
con estructuras curriculares tradicionales, porque son los que generan
matrículas hoy; se promueve el discurso de la movilidad y la
internacionalización, pero es un martirio lograr la convalidación de un título
obtenido en el exterior; se habla de flexibilidad curricular pero el sistema de
aseguramiento de la calidad frena la posibilidad de que las instituciones tomen
decisiones ágiles que les permita responder rápidamente a los requerimientos
del entorno; se habla de desarrollar el pensamiento crítico en los estudiantes
pero, con el argumento de la limitación en el número de créditos académicos,
cada vez se recorta más la formación humanística y quien lo creyera, en esta
formación humanística podría estar el diferencial de la formación universitaria
respecto de la formación en otros niveles.
A propósito de los
créditos académicos: después de más de 20 años de su instauración y de hablar
sobre sus bondades pedagógicas, no ha pasado de ser un criterio numérico que se
traduce de la aplicación de una fórmula para convertir horas en créditos.
En fin, la Universidad,
así con mayúscula y en singular, desde Bolonia hasta nuestros días, es una
institución milenaria y seguro seguirá existiendo, pero en su actual situación,
debe replantearse para que su impacto siga siendo el que la sociedad requiere.