viernes, 22 de abril de 2022

Qué dura es la vejez

José Leonardo Rincón Contreras
Por José Leonardo Rincón, S. J.*

La soberbia de la juventud es mirar con desdén a las personas mayores y creer que se va a ser joven toda la vida. La fortaleza, el ímpetu, la agilidad, la belleza física, propias de los años mozos, son tan ciertas como efímeras. Pronto se acaban y se transforman en un abrir y cerrar de ojos, en debilidad, pérdida de lucidez, lentitud, acumulación de males y achaques.

Los obispos del Celam en Puebla decían en 1979 que la juventud no es una etapa sino una actitud ante la vida y yo creo que no les faltó razón. Hay adultos mayores con un espíritu chévere, lozano, alegre, siempre fresco. Y también hay jóvenes en años, pero bastante envejecidos, chochos, remilgados y mañosos. Es verdad, es la actitud. Pero también es verdad que los almanaques pesan, pasan y pisan duro. Y aunque el espíritu esté pronto, la carne es débil. El motor funciona bien, pero la carrocería se deteriora.

Esos mismos obispos cuando hablaban de los rostros sufrientes de Cristo a nivel continental también aludieron a los “rostros de ancianos, cada día más numerosos, frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las personas que no producen” (Cfr. #39) Y también tenían razón. En este contexto donde todo es desechable, para esa sociedad consumista uno ya es “viejo” después de los 35. La trágica paradoja es que la expectativa de vida aumenta a punto de afirmar que quienes hoy están naciendo llegarán fácilmente a los 100 años. Muy bonito, pero ¿en qué condiciones, con qué calidad de vida?

En una de las experiencias del programa de formación y acción social de nuestros colegios, se invita a nuestros jóvenes a valorar a nuestros ancianos, tan aparentemente distantes en años, pero tan cercanos en la convivencia cotidiana, porque ya los abuelos y pronto los papás se encontrarán en esa situación. Se pretende sensibilizar y hacer tomar conciencia de que nuestros viejos son cúmulos de experiencia y sabiduría, sujetos de fragilidad, pero también cargados de ternura.

Como saben, mi mamá pasa de los 90 y qué duro ha sido para mí aceptar que ya no es ni puede volver a ser la misma de antes. Se va apagando como una velita, cada día es menos porque cada día aparecen novedades de salud, algunas tratables y otras ineludiblemente irreversibles. Con ella fuimos a visitar un familiar en un geriátrico y me conmovió profundamente verla a ella, mayor tan solo dos años, acariciarlo, consentirlo y ponerse a servirlo. A la par, me dolió en el alma ver a otros ancianos solos, tristes, abandonados por los suyos que literalmente los tiran y calman conciencia creyendo que con pagarle una mensualidad ya cumplieron su deber. Al menos corrieron con un tris de suerte, porque a otros literalmente los botan a la calle como si fueran estorbo y basura. ¡Qué insensibilidad, qué inhumanidad! El gatico y el perrito con los mejores cuidados y el abuelo tirado, relegado, olvidado. ¡A dónde hemos llegado!

Qué dura es la vejez, independientemente de lo aquí dicho. Qué bueno por aquellos que no tuvieron que padecerla en condiciones lamentables. Siempre será una alerta y un llamado de atención para ser considerados y misericordiosos con ellos. Un día nos tocará el turno y… no falta mucho.