Por José Leonardo Rincón, S. J.*
La
soberbia de la juventud es mirar con desdén a las personas mayores y creer que
se va a ser joven toda la vida. La fortaleza, el ímpetu, la agilidad, la
belleza física, propias de los años mozos, son tan ciertas como efímeras.
Pronto se acaban y se transforman en un abrir y cerrar de ojos, en debilidad, pérdida
de lucidez, lentitud, acumulación de males y achaques.
Los
obispos del Celam en Puebla decían en 1979 que la juventud no es una etapa sino
una actitud ante la vida y yo creo que no les faltó razón. Hay adultos mayores
con un espíritu chévere, lozano, alegre, siempre fresco. Y también hay jóvenes
en años, pero bastante envejecidos, chochos, remilgados y mañosos. Es verdad,
es la actitud. Pero también es verdad que los almanaques pesan, pasan y pisan
duro. Y aunque el espíritu esté pronto, la carne es débil. El motor funciona
bien, pero la carrocería se deteriora.
Esos
mismos obispos cuando hablaban de los rostros sufrientes de Cristo a nivel
continental también aludieron a los “rostros de ancianos, cada día más
numerosos, frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de
las personas que no producen” (Cfr. #39) Y también tenían razón. En este
contexto donde todo es desechable, para esa sociedad consumista uno ya es
“viejo” después de los 35. La trágica paradoja es que la expectativa de vida
aumenta a punto de afirmar que quienes hoy están naciendo llegarán fácilmente a
los 100 años. Muy bonito, pero ¿en qué condiciones, con qué calidad de vida?
En
una de las experiencias del programa de formación y acción social de nuestros
colegios, se invita a nuestros jóvenes a valorar a nuestros ancianos, tan
aparentemente distantes en años, pero tan cercanos en la convivencia cotidiana,
porque ya los abuelos y pronto los papás se encontrarán en esa situación. Se
pretende sensibilizar y hacer tomar conciencia de que nuestros viejos son
cúmulos de experiencia y sabiduría, sujetos de fragilidad, pero también
cargados de ternura.
Como
saben, mi mamá pasa de los 90 y qué duro ha sido para mí aceptar que ya no es
ni puede volver a ser la misma de antes. Se va apagando como una velita, cada
día es menos porque cada día aparecen novedades de salud, algunas tratables y
otras ineludiblemente irreversibles. Con ella fuimos a visitar un familiar en
un geriátrico y me conmovió profundamente verla a ella, mayor tan solo dos
años, acariciarlo, consentirlo y ponerse a servirlo. A la par, me dolió en el
alma ver a otros ancianos solos, tristes, abandonados por los suyos que
literalmente los tiran y calman conciencia creyendo que con pagarle una
mensualidad ya cumplieron su deber. Al menos corrieron con un tris de suerte,
porque a otros literalmente los botan a la calle como si fueran estorbo y
basura. ¡Qué insensibilidad, qué inhumanidad! El gatico y el perrito con los
mejores cuidados y el abuelo tirado, relegado, olvidado. ¡A dónde hemos
llegado!
Qué
dura es la vejez, independientemente de lo aquí dicho. Qué bueno por aquellos
que no tuvieron que padecerla en condiciones lamentables. Siempre será una
alerta y un llamado de atención para ser considerados y misericordiosos con
ellos. Un día nos tocará el turno y… no falta mucho.