La
alegría y el orgullo patrio que se siente al ver a uno de nuestros compatriotas
o a alguna institución pública, privada o social recibiendo reconocimientos
internacionales por sus logros o realizaciones, definitivamente es una de las
experiencias más gratificantes que existen.
A
los miembros de mi generación se nos puso la carne de gallina y se nos
encharcaron los ojos con los triunfos de Cochise Rodríguez, Pambelé,
Bellingrot, Víctor Mora, Isabel Urrutia, Mariana Pajón, Caterine Ibargüen y una
pléyade de deportistas que, a nivel Panamericano, Olímpico o Mundial,
realizaron grandes hazañas y que para nosotros no eran comunes.
Qué
decir de nuestro Premio Nobel de Literatura, del doctor Hakim, de Juanes, de Shakira,
de Carlos Vives, de Rafael Puyana (QEPD), de Andrés Posada, de Martha Senn, de
Ciro Guerra, de Nairo Quintana, de Egan Bernal, entre otros tantos, que sobre
todo, en el presente siglo, han dejado muy en alto el nombre de Colombia y que
nos han venido acostumbrando a que sí somos capaces de llegar al pódium.
Lo
anterior es ejemplificante y sirve de modelo para que los niños se sientan
orgullosos de Colombia y de sus conciudadanos.
Sin
embargo, también tenemos un pódium nefasto, sobre todo en aquellos asuntos que
tienen que ver con actuaciones ilegales de algunos compatriotas y de la violación
de derechos humanos.
El
último de estos mal llamados “reconocimientos” nos lo da la ONU cuando denuncia
que Colombia es el país en el que más personas defensoras de los Derechos
Humanos han sido asesinadas en lo que va del año 2021.
De
manera semejante, estamos en el pódium de los países que más defensores del
medio ambiente han sido asesinados, así como en lo que tiene que ver con violaciones
de menores, feminicidios y asesinatos de sindicalistas, indígenas, periodistas,
líderes sociales, jueces y personal de las fuerzas militares y de policía sin
que se haya reconocido un estado de guerra interna.
De
igual manera, somos uno de los países más corruptos y tenemos una de las
justicias más ineficientes.
La
mala imagen que unos pocos le proyectan al mundo como ciudadanos colombianos,
es costosísima.
Es
cierto que son unos pocos, pero no es aceptable la excusa esgrimida
tradicionalmente, de que son casos aislados, por la manera recurrente y
sistemática de su actuación, que deja por el suelo el concepto de familia como
piedra angular hasta hace poco de nuestra sociedad; desprestigia y pone en
evidencia las falencias del proceso formativo y de la educación impartida, y
lamentablemente, pone contra las cuerdas a un Estado que es incapaz de proteger
la vida, honra y bienes de sus ciudadanos y muestra impotencia para aplicar
debida justicia.
Ahora
bien, cuando los transgresores de la ley son miembros del Estado desde
cualquiera de sus instituciones, la cosa pasa de castaño a oscuro.
También
aportamos el segundo río más contaminado del mundo, que es el Río Bogotá.
Necesitamos
llenar los espacios de noticias positivas. Tenemos científicos, intelectuales,
deportistas, instituciones que todos los días hacen milagros con los pocos
recursos que tenemos como país en desarrollo, a los que hay que levantarles un
monumento por su persistencia y tenacidad.
Debemos
dejar a un lado la cultura necrófaga que nos imponen los medios de comunicación
con la exaltación diaria del delito y las permanentes apologías de criminales
que se han convertido en verdaderos personajes de la televisión y del cine.
Ahora
bien, retomando el pensamiento de Michel Foucault, uno de los últimos grandes
filósofos de Occidente, otra cosa es que los dueños del poder se beneficien del
estado de cosas, para imponer la lógica del miedo y hacer ver como necesaria la
existencia de un Estado policivo.
Recordemos
alguno de sus pensamientos más agudos:
“La delincuencia tiene una cierta utilidad
económica-política en las sociedades que conocemos. La utilidad mencionada
podemos revelarla fácilmente:
Cuanto más delincuentes existan más crímenes existirán,
cuantos más crímenes haya más miedo tendrá la población y cuanto más miedo haya
en la población más aceptable y deseable se vuelve el sistema de control policial.
La existencia de ese pequeño peligro interno permanente
es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control, lo que
explica por qué, en los periódicos, en la radio, en la televisión, en todos los
países del mundo sin ninguna excepción, se concede tanto espacio a la
criminalidad como si se tratase de una novedad en cada nuevo día”.
¿No
les parece semejante a lo que hoy sucede con la inseguridad propiciada por la
delincuencia común en Bogotá y las soluciones propuestas?