Por José Alvear Sanín*
Un joven e inexperto marino fue escogido capitán de
un gigantesco paquebote con gran pasaje y abundante tripulación.
Los armadores le advirtieron que para llegar a buen
puerto tenía que evitar los numerosos escollos de la vía, especialmente en las
cercanías del Archipiélago Pétreo, refugio de desalmados, insaciables y bien
entrenados piratas.
El novel piloto, para llegar más rápidamente a su
destino, desoyó los consejos, y desde que zarpó expuso la nave a innumerables
riesgos, hasta que al fin se encontró en un estrecho canal donde encallar era
lo más probable, y el retroceso, muy azaroso.
Los oficiales no entendían cómo había sido posible
llegar a tan temible encrucijada. Algunos pensaban que el capitán estaba loco,
pero por su afable sonrisa parecía cuerdo. Otros lo consideraban inepto,
opinión unánime entre los aterrados pasajeros, pero alguien más curtido en los
achaques de la navegación afirmó que el rumbo escogido contra toda prudencia
obedecía al oculto designio de entregar la nave a los piratas, que la esperaban
detrás de las ya visibles rocas de las islas malditas.
En medio de la angustia, el capitán tranquilizó
tripulación y pasajeros, enviando plenipotenciarios a los piratas para negociar
amplia y detenidamente sobre la salida del impasse, con el fin de seguir, en su
buena compañía, por nuevas y bonancibles aguas...