José Leonardo Rincón, S. J.*
Nunca, que yo recuerde, al pueblo le ha gustado pagar impuestos. Tributar a las arcas del gobierno es una práctica que ha existido siempre porque se necesita plata para costear el gasto público, pero, repito, que le toquen la bolsa a la gente no es de buen recibo, máxime cuando se sabe que los recursos se malgastan, o se derrochan o, peor aún, se los roban. Aquí y en Cafarnaúm. A Mateo, el compañero de Jesús, que era cobrador de impuestos para Roma, lo miraban mal sus coterráneos. Y en estas latitudes la caída del colonialismo español comenzó a gestarse desde 1781 con la revolución comunera que protestaba precisamente por el cobro excesivo de impuestos.
Las reformas tributarias, llámense como las quieran llamar, no son populares, para este o para el gobierno que le toque, en el país que sea. Por un lado, se sabe que el erario requiere robustecerse para afrontar tantos y tan complejos frentes que debe atender, pero por otro, su inconveniencia radica en la coyuntura en que se propone. El palo no está para cucharas. Además, lo que más molesta es que afecte fuertemente a algunos (que suelen ser los de clase media) y a otros no (que suelen ser los de clase alta). Esa inequidad resulta ofensiva y quienes conocen la propuesta a fondo, saben a qué me refiero. El momento es inapropiado por la pandemia y sus secuelas de todo tipo. La clase política criolla se está jugando en mucho su futuro y si hubiera juicio y sensatez, preocupación honesta por el bien común que no por sus propios intereses, más allá de distingos y diferencias, se construiría una propuesta mejor y más justa. Personalmente me preocupa la protesta social, no por el derecho legítimo a la protesta sino porque, en las actuales circunstancias, puede ser manipulado por agitadores del caos y la violencia.
Para colmos, cuando la cosa está caliente, veo con sorpresa en las redes sociales, la noticia de que la ministra de Educación sale a decir que los estudiantes pueden cambiar la clase de educación religiosa por otra asignatura. Tan nefasta propuesta duele, no porque yo sea cura, sino porque como educador que soy veo con espanto cómo, poco a poco, del plan de estudios se van expulsando las áreas del saber humanista, una decisión radicalmente equívoca e infeliz, que está destruyendo la formación integral de nuestros niños y jóvenes, siembra vientos para cosechar tempestades, tiro por la culata que significa un auténtico suicidio colectivo. Con desdén se han ido suprimiendo las cátedras de urbanidad, educación cívica, comportamiento y salud, redacción y ortografía, religión, geografía, historia, filosofía, ética, etcétera. Mejor dicho, esas que forman personas, ponen a pensar críticamente, pero no dan dinero, no son rentables.
Diría la abuela, “tras de cotudos, con paperas”.
Bien mal que ya estamos por erróneas decisiones de todo tipo, cojeando como
sociedad andamos, y ¿le pegan un tiro a la pata que está renca pero todavía
funciona? ¡Por Dios! Estamos graves, muy graves. No sé en qué están pensando
quienes procediendo de esta manera nos conducen derecho al abismo. Lo triste es
que no hay de dónde escoger. ¿Que entre el diablo y escoja? Nooooo, qué horror.
¡Qué duro será el juicio de la historia sobre quienes pudiendo arreglar esto,
lo acabaron de dañar!