martes, 23 de marzo de 2021

De cara al porvenir: opinión pública

Por Pedro Juan González Carvajal*

La opinión pública es la tendencia o preferencia, real o estimulada, de una sociedad o de un individuo hacia hechos sociales que le reporten interés.

La opinión pública es un concepto de estudio de la ciencia política enmarcado dentro del área de la comunicación política. Y es que después de muchos intentos y de una larga serie de estudios, la experiencia parece indicar que opinión pública implica muchas cosas a la vez, pero, al mismo tiempo, ninguna de ellas domina o explica el conjunto. Además, con el predominio de la tecnología, en una sociedad masificada, el territorio de la opinión parece retomar un nuevo enfoque.

También es necesario considerar que la opinión pública tiene una amplia tradición como campo de estudio. Inclusive cuando se relaciona estrechamente con la democracia, se diferencia de esta. Es decir, la opinión pública constituye solo un sector dentro del amplio espectro de la comunicación política.

Es prerrequisito para la formación de una verdadera opinión pública, que los individuos ya sea particular o grupalmente, tengan una información previa, una educación básica y un sentido crítico que les permita desarrollar discusiones y sentar posiciones de una manera objetiva y no solo emotiva, sabiendo distinguir entre el interés individual y el interés colectivo.

En países como el nuestro ‒que son la mayoría‒ la formación ciudadana y la educación política dejan mucho que desear, por eso es pretencioso hablar de opinión pública y por eso, este concepto, que podría demostrar cierta madurez y compromiso democrático, ha sido reemplazado por una opinión mediática, donde son los medios de comunicación quienes orientan al individuo, que no al ciudadano, alrededor de los intereses que sus dueños defienden, haciendo que el individuo inculto los tome como propios.

La selección de las noticias a divulgar, el sesgo en que son presentadas, la frecuencia y recurrencia de los temas, las imágenes y los contenidos empleados, parecieran una apropiada orquestación de medios y estrategias, no para entregar información y formar conciencia, sino para manipular las voluntades de individuos que no tienen una adecuada capacidad de análisis.

Aparece de nuevo el pensamiento de Maquiavelo cuando nos habla que, para orientar al populacho, existen tres sentimientos que hay que saber manejar: el miedo, el odio y la esperanza. 

Y parece ser que, en estas sociedades, el estímulo del miedo sigue dando sus frutos.

La figura del pater familia, o del señor feudal, o del protector, sigue siendo aceptada y acatada por los grupos de humanos ignorantes ‒que son los más‒ que a falta de conciencia y de criterio propio se pliegan y se dejan llevar por los lineamientos, las preferencias, las posturas o las determinaciones del caudillo, haciendo de la posible y deseable sociedad política, simplemente un rebaño sumiso e inculto.

Después de la Segunda Guerra Mundial se acuñó el concepto del Cuarto Poder, refiriéndose a los medios de comunicación, por el nivel de influencia que en ese momento del tiempo se alcanzaba a percibir que estaban ejerciendo y que podrían llegar a tener y a consolidar.

Lamentablemente, a pesar del profesionalismo e independencia de los verdaderos periodistas, lo que hoy observamos es un evidente compromiso de los medios de comunicación con sistemas, partidos políticos, grupos económicos o personas, lo cual tira por la borda su independencia, que debería ser su patrimonio más sagrado.

Amarillismo, sectarismo, búsqueda enfermiza de los ratings (la medición de la audiencia) para poder alimentar el círculo vicioso de noticias ‒  rating – pauta publicitaria, son hoy el pan de cada día, en medio de la complejidad, la volatilidad, la incertidumbre y la ambigüedad que hoy nos ofrece la realidad planetaria.

Se ha perdido la coherencia y hoy no se sabe si los acontecimientos y las noticias son simplemente divulgadas, analizadas o empaquetadas como productos para una audiencia mayoritariamente inculta llena de miedos y de vacíos.

¡Qué falta nos hacen los verdaderos editorialistas!