Por Pedro Juan González Carvajal*
La opinión
pública es la tendencia o preferencia, real o estimulada, de una sociedad o de un individuo hacia hechos sociales que le reporten interés.
La opinión pública
es un concepto de estudio de la ciencia
política enmarcado dentro del área de la comunicación
política. Y es que después de muchos intentos y de una
larga serie de estudios, la experiencia parece indicar que opinión pública
implica muchas cosas a la vez, pero, al mismo tiempo, ninguna de ellas domina o
explica el conjunto. Además, con el predominio de la tecnología,
en una sociedad masificada, el territorio de la opinión parece retomar
un nuevo enfoque.
También es
necesario considerar que la opinión pública tiene una amplia tradición como
campo de estudio. Inclusive cuando se relaciona estrechamente con la democracia, se diferencia de
esta. Es decir, la opinión pública constituye solo un sector dentro del amplio
espectro de la comunicación política.
Es prerrequisito para
la formación de una verdadera opinión pública, que los individuos ya sea
particular o grupalmente, tengan una información previa, una educación básica y
un sentido crítico que les permita desarrollar discusiones y sentar posiciones
de una manera objetiva y no solo emotiva, sabiendo distinguir entre el interés
individual y el interés colectivo.
En países como el
nuestro ‒que son la mayoría‒ la formación ciudadana y la educación política
dejan mucho que desear, por eso es pretencioso hablar de opinión pública y por
eso, este concepto, que podría demostrar cierta madurez y compromiso
democrático, ha sido reemplazado por una opinión mediática, donde son los
medios de comunicación quienes orientan al individuo, que no al ciudadano,
alrededor de los intereses que sus dueños defienden, haciendo que el individuo
inculto los tome como propios.
La selección de las
noticias a divulgar, el sesgo en que son presentadas, la frecuencia y
recurrencia de los temas, las imágenes y los contenidos empleados, parecieran
una apropiada orquestación de medios y estrategias, no para entregar
información y formar conciencia, sino para manipular las voluntades de
individuos que no tienen una adecuada capacidad de análisis.
Aparece de nuevo el
pensamiento de Maquiavelo cuando nos habla que, para orientar al populacho,
existen tres sentimientos que hay que saber manejar: el miedo, el odio y la
esperanza.
Y parece ser que,
en estas sociedades, el estímulo del miedo sigue dando sus frutos.
La figura del pater
familia, o del señor feudal, o del protector, sigue siendo aceptada y acatada
por los grupos de humanos ignorantes ‒que son los más‒ que a falta de
conciencia y de criterio propio se pliegan y se dejan llevar por los
lineamientos, las preferencias, las posturas o las determinaciones del
caudillo, haciendo de la posible y deseable sociedad política, simplemente un
rebaño sumiso e inculto.
Después de la
Segunda Guerra Mundial se acuñó el concepto del Cuarto Poder, refiriéndose a
los medios de comunicación, por el nivel de influencia que en ese momento del
tiempo se alcanzaba a percibir que estaban ejerciendo y que podrían llegar a
tener y a consolidar.
Lamentablemente, a
pesar del profesionalismo e independencia de los verdaderos periodistas, lo que
hoy observamos es un evidente compromiso de los medios de comunicación con
sistemas, partidos políticos, grupos económicos o personas, lo cual tira por la
borda su independencia, que debería ser su patrimonio más sagrado.
Amarillismo,
sectarismo, búsqueda enfermiza de los ratings (la medición de la audiencia) para
poder alimentar el círculo vicioso de noticias ‒ rating – pauta publicitaria, son hoy el pan
de cada día, en medio de la complejidad, la volatilidad, la incertidumbre y la ambigüedad
que hoy nos ofrece la realidad planetaria.
Se ha perdido la
coherencia y hoy no se sabe si los acontecimientos y las noticias son
simplemente divulgadas, analizadas o empaquetadas como productos para una
audiencia mayoritariamente inculta llena de miedos y de vacíos.
¡Qué falta nos
hacen los verdaderos editorialistas!