viernes, 3 de julio de 2020

De algunos costos ocultos

José Leonardo Rincón, S. J.*

José Leonardo Rincón Contreras
Lograr el equilibrio entre cuidar la salud de la gente y evitar el descalabro económico ha sido el desafío más grande durante este tiempo de pandemia. Estas dimensiones de la vida, como todas en verdad, están interrelacionadas, interconectadas. Las unas dependen de las otras. Cuán ciertas resultan las afirmaciones del Papa Francisco en su encíclica Laudato Sí cuando evidencia que todo está relacionado con todo, de modo que al afectar un aspecto irremediablemente se afectan los otros.

Los costos reales de esta inédita desgracia global que hemos venido viviendo, aún están por verse. Se habla explícitamente de los millones de contagiados por el virus y también de las quiebras de cientos de empresas, de los millones que han quedado sin empleo, de la recesión económica. Esos son costos manifiestos, pero hay unos costos ocultos que apenas si se vislumbran y son los que han generado estragos en la salud mental de las personas. Advierto que no soy psicólogo, ni pretendo jugar a serlo con mis comentarios, pero por lo que uno va viendo, estos profesionales tendrán trabajo para rato.

Creo que fuimos un tanto románticos pensando que el prolongado encierro, cual retiros espirituales, nos ayudaría serenamente a reflexionar y a ajustar nuestras vidas: no seríamos los mismos, pues una auténtica metanoia nos ayudaría a poner las cosas en su sitio, ordenar nuestra escala de valores, ser mejores seres humanos. Y yo sí creo que estos bondadosos resultados pudieron darse en algunos, que no todos. Porque lo que uno va viendo por ahí es que se alborotaron síndromes, rayones mentales y patologías de diverso orden: depresiones, trastornos, paranoias exacerbadas, esquizofrenias, neurosis, psicosis, agresividades y violencias de todo tipo, entre otros. Sin exagerar.

Están aflorando realidades diversas que estuvieron ocultas hasta ahora, porque no todos vivimos de igual manera el aislamiento obligatorio. El impacto del confinamiento fue distinto para cada quien y de ello poco sabemos a no ser por lo que comienza a contarse y manifestarse comportamentalmente. Personas ingrimamente solas afrontando crudas realidades. Amigos que compartían un apartamento solo para dormir y les tocó transformarlo en oficina, estudio, cocina, lavadero, todo al tiempo. Familias hacinadas en espacios estrechos, quizás con mascota animal, atendiendo simultáneamente las realidades de cada uno, sin privacidad, sorteando conflictos de relación, sin dinero, encerrados, sin mayor espacio donde moverse, todos sintiéndose asfixiados, estresados.

Me han llamado la atención los numerosos casos de suicidio de gente joven, el aumento de la violencia intrafamiliar y también de la inseguridad. La olla de presión estaba sin válvula de escape y prolongar la cuarentena hubiese sido la debacle y el caos. Por eso se explica, no se justifica, el desmadre de muchos al salir desbocados y sin cuidarse a rumbas, paseos, compras. Preferible salir a la calle, correr riesgos, infectarse, hasta morirse, pero no seguir confinados, sin plata en el bolsillo, sin trabajo, pasando hambre, sin deporte, sin diversión, sin vida social.

No todo el mundo es resiliente, ni creativo, ni innnovador, ni todos tienen resortes espirituales y psicológicos para capotear las adversidades simultáneas que se van presentando. Un fenómeno como el que estamos viviendo y que no ha concluido, tiene secuelas imprevisibles, costos ocultos no calculados. De manera que lo que falta no son solo camas en las UCI y respiradores, sino otras múltiples urgencias básicas físicas, psicológicas, espirituales a las que no se les ha dado la verdadera atención que reclaman. Eso apenas comienza a verse y requerirá también de nuestro concurso solidario.