jueves, 31 de julio de 2025

Cuando los viejos eran la memoria

Fredy Angarita
Fredy Angarita

Hubo un tiempo en que los viejos eran la memoria de los pueblos, su cuerpo arrugado era un archivo vivo, una biblioteca sin fichas. Sabían cuándo cambió el curso del río, qué se hacía en cada ciclo lunar o cómo calmar el alma con hojas y raíces. Su saber no se encontraba en libros, sino en la mirada, en el silencio, en la palabra compartida al calor del fogón. Hoy, en Medellín, caminan con paso lento entre obras que no entienden, en barrios que ya no les pertenecen. Viven más años, sí… pero ¿es esta la vida que soñaron? 

En su libro Ideas, Peter Watson nos recuerda que, durante milenios, el conocimiento no se almacenaba: se compartía en tribus, comunidades. El anciano era el maestro natural. En los templos, las plazas, el saber era conversación entre generaciones. La modernidad cambió esa lógica: reemplazó la experiencia por el dato y desplazó al sabio por el técnico joven. La vejez dejó de ser fuente y se volvió carga: estadística, gasto, “población no productiva”.

Tomás Carrasquilla no lo ignoró. En su literatura, la vejez es memoria viva. En La marquesa de Yolombó, los mayores aún tienen voz: son memoria oral, autoridad simbólica, guardianes de un mundo en transformación, En Simón el Mago, el viejo es solitario, excéntrico, al margen del pueblo… y, aun así, fascinante. Es la figura del sabio desoído, del anciano que, en su locura, conserva algo que los demás ya olvidaron.

Hoy Medellín envejece[1], y las cifras, aunque frías, también hablan: según una encuesta publicada por El Colombiano.  En 2025 los menores de 15 años representan el 17 % de la población, mientras los mayores de 60 ya alcanzan el 18 %. Para 2035, se proyecta que los adultos mayores serán el 22 %, y los jóvenes caerán al 14 %. Y en 2050, habrá cerca de 2787 personas mayores de 60 por cada 1000 menores de 15.[2]¿Dónde están sus voces en el debate público?, ¿dónde sus historias, su presencia, su mirada sobre el país? Aunque no todo puede ser dicho con cifras, sí hay algo que se percibe en el aire: el eco de muchas vejeces silenciadas. Hace poco, escuché a alguien con toda la experiencia del mundo decir, con tono resignado: “La vejez no se la deseo a nadie”, y casi al mismo tiempo, otra voz se alzó, serena: “Yo vivo feliz.” 

Cada vejez es un mundo. Y solo quien la ha alcanzado puede narrarla con propiedad. Por eso, más que opinar, lo que nos corresponde es escuchar, acompañar. Es válido tender la mano para cruzar una calle… no para decir cómo deben vivir.

Porque si no somos capaces de escuchar a los que han vivido más que nosotros, ¿a quién escucharemos cuando nos toque enmudecer?, ¿nos escucharán a nosotros cuando lleguemos esos años?