Fredy Angarita
Hubo un tiempo en que los viejos eran la memoria de los
pueblos, su cuerpo arrugado era un archivo vivo, una biblioteca sin fichas.
Sabían cuándo cambió el curso del río, qué se hacía en cada ciclo lunar o cómo
calmar el alma con hojas y raíces. Su saber no se encontraba en libros, sino en
la mirada, en el silencio, en la palabra compartida al calor del fogón. Hoy, en
Medellín, caminan con paso lento entre obras que no entienden, en barrios que
ya no les pertenecen. Viven más años, sí… pero ¿es esta la vida que
soñaron?
En su libro Ideas, Peter Watson nos recuerda
que, durante milenios, el conocimiento no se almacenaba: se compartía en
tribus, comunidades. El anciano era el maestro natural. En los templos, las
plazas, el saber era conversación entre generaciones. La modernidad cambió esa
lógica: reemplazó la experiencia por el dato y desplazó al sabio por el técnico
joven. La vejez dejó de ser fuente y se volvió carga: estadística, gasto,
“población no productiva”.
Tomás Carrasquilla no lo
ignoró. En su literatura, la vejez es memoria viva. En La marquesa de
Yolombó, los mayores aún tienen voz: son memoria oral, autoridad simbólica,
guardianes de un mundo en transformación, En Simón el Mago, el viejo es
solitario, excéntrico, al margen del pueblo… y, aun así, fascinante. Es la
figura del sabio desoído, del anciano que, en su locura, conserva algo que los
demás ya olvidaron.
Hoy Medellín envejece[1], y las cifras, aunque
frías, también hablan: según una encuesta publicada por El Colombiano. En 2025 los menores de 15 años representan el
17 % de la población, mientras los mayores de 60 ya alcanzan el 18 %. Para
2035, se proyecta que los adultos mayores serán el 22 %, y los jóvenes caerán
al 14 %. Y en 2050, habrá cerca de 2787 personas mayores de 60 por cada 1000
menores de 15.[2]¿Dónde
están sus voces en el debate público?, ¿dónde sus historias, su presencia, su
mirada sobre el país? Aunque no todo puede ser dicho con cifras, sí hay algo
que se percibe en el aire: el eco de muchas vejeces silenciadas. Hace poco,
escuché a alguien con toda la experiencia del mundo decir, con tono resignado: “La
vejez no se la deseo a nadie”, y casi al mismo tiempo, otra voz se
alzó, serena: “Yo vivo feliz.”
Cada vejez es un mundo. Y solo quien la ha alcanzado puede
narrarla con propiedad. Por eso, más que opinar, lo que nos corresponde es
escuchar, acompañar. Es válido tender la mano para cruzar una calle… no para
decir cómo deben vivir.
Porque si no somos capaces de escuchar a los que han vivido más que nosotros, ¿a quién escucharemos cuando nos toque enmudecer?, ¿nos escucharán a nosotros cuando lleguemos esos años?