José
Leonardo Rincón, S. J.
Estar
en Medellín resulta siempre grato y reconfortante. Lo he hecho a lo largo de mi
vida muchas veces, pero también he de decir con orgullo que en tres ocasiones
he vivido en la ciudad de la eterna primavera: recién nacido, durante mi
noviciado en la Compañía de Jesús, y cuando estuve seis años como rector del
Colegio San Ignacio. ¡Inolvidable!
Mucho
podría decirse o escribirse sobre esta bella villa, instalada a lo largo y
ancho del valle de Aburrá. Cuna de una cultura que ha logrado extraordinarias
realizaciones, pero que también ha sufrido la desgracia de quienes dejaron de
lado principios y valores ancestrales, y optaron por el camino corto del dinero
fácil.
Ciudad
de contrastes, se ha convertido en la capital de la montaña. El clima
primaveral se ha tornado más cálido por la densidad de la población, el
increíble aumento de la movilidad vehicular y la proliferación de torres de
edificios, que la convierten en la ciudad donde más del 75 % de su gente vive
en propiedad horizontal: toca hacia arriba porque ya no hay cabida hacia los
lados.
Llegaba
un caleño muy simpático a Medellín, y el paisa, siempre acogedor, le preguntó
de dónde venía, a lo que respondió rápido y orgulloso: “¡De la sucursal del
cielo!”. El del carriel, casi sin inmutarse, concluyó: “¡Pues bienvenido a la
principal!”. Y es que por esta comarca, el amor por la tierra y por sus gentes
hace que la autoestima se eleve y el orgullo regional sea manifiesto.
Cuando
Bogotá apenas comienza a otear en el horizonte, después de siete décadas de
necesitar un sistema masivo de transporte, Medellín hace treinta disfruta no
solo de metro, sino de una "cultura metro", que implica no solo un
sistema bien organizado de tren, tranvía, buses, cabinas de cable y hasta
escaleras eléctricas, sino principalmente un modo de proceder, un cuidado de lo
público y un sentido cívico que comenzó a trabajarse como propósito ciudadano
desde 1979, y que cualquier ciudad cosmopolita del mundo ya quisiera tener:
espacios impecables, vagones como nuevos.
Aquí
la gente todavía saluda en la calle, respeta su turno, hace sentir bien al
foráneo y trabaja arduamente por progresar. Claro, ya lo dijimos, no todo ha
sido color de rosa. El narcotráfico hizo y sigue haciendo mucho daño, pues
envenenó conciencias hasta cancerar la sociedad toda con un tumor que no
resulta fácil de extirpar. Males consiguientes, como la corrupción, la trata de
personas y otras desgracias donde se permite el “todo vale”, han ido
apareciendo y deterioran la positiva imagen que se labró por generaciones
enteras.
Con
todo, Medellín sigue siendo un vividero muy agradable que bien vale la pena
disfrutar. Los hinchas del rojo todavía miran con desconsuelo su dedo índice
desgastado sobre la mesa, insistiendo que este año sí, mientras los verdolagas,
para pesar de sus detractores, se ratifican como el Rey de Copas.
Hay
que seguir viniendo, porque estos aires son saludables y porque grande es el
listado de amigos que hay que saludar.