Por Pedro Juan González Carvajal*
Serán los años que hacen ver la realidad con otra óptica o
será la mismísima realidad la que cada vez presenta facetas más descabelladas.
Puede ser tanto lo uno como lo otro, pero, la verdad, yo que me precio de tener
mente abierta y que afirmo estar preparado para casi todo, observo situaciones
generalizadas muy pero muy extrañas.
Dada mi vocación por la educación y mi extenso ejercicio
docente, he tenido la fortuna de ser profesor de miles de estudiantes de varias
generaciones y he sido testigo de los cambios que se presentan generación tras
generación. En este aspecto he tratado de no incurrir en aquello que hoy llaman
el “culto a la juventud” pero tampoco en la generalizada descalificación de las
nuevas generaciones. Tienen virtudes y defectos como yo a su edad; son rebeldes
e irreverentes como yo a su edad y, hasta aquí, nada que reprochar. Pero hay
dos detalles notorios que se echan de menos en los jóvenes: no saben saludar ni
dar las gracias y estas dos prácticas son mínimos básicos de convivencia. Para
mí y los de mi generación, que fuimos educados bajo la regla de “sí señor, no
señor, buenos días, buenas tardes, por favor, muchas gracias” es raro, muy
raro, llegar a un lugar en el que los jóvenes y algunos no tan jóvenes no
tengan la cortesía de un saludo. De la misma manera es raro, muy raro, que
cuando un joven reciba algo –un regalo, un favor, un servicio–, no se digne a dar las gracias. Como decían nuestras
madres: son unos merecidos.
De otro lado, desde niño he tenido mascotas. Tortugas,
pájaros, algún hámster, pero, sobre todo, muchos –casi incontables– perros. Converso
con ellos, duermo con ellos, les leo en voz alta mis escritos (y casi siempre
ponen la misma cara de desasosiego que deben tener en este momento algunos
amables lectores). Pero siempre he tenido claro que son mis mascotas, son
animales y, para mí, esa es la gracia de la relación. En los últimos tiempos,
por múltiples razones y en buena hora, se han generalizado los animales de
compañía y esto ha impulsado toda una industria de las mascotas: almacenes de
artículos para mascotas, alimentos variados, guarderías para mascotas,
servicios veterinarios cada vez de mejor calidad, seguros para mascotas,
paseadores de perros, chips para su localización y, quién lo creyera, hasta
bozales, collares y cadenas. Además, cada vez se generalizan más los lugares pet
friendly. Recordemos que hace algunos meses se definió el Congreso de la
República como lugar pet friendly y ya vemos en su recinto, perros,
gatos (además de los tradicionales lagartos y ratas) y hasta un congresista
llegó en su caballo (a propósito, hace pocos días murió la bestia. El caballo,
no el congresista).
Todo lo anterior está bien, pero se está llegando a un
extremo de humanización de las mascotas que, desde mi punto de vista, va en
perjuicio de la mascota y del humano. Hoy, se habla incluso de familias
multiespecie. ¡Por favor! Si la gracia de las mascotas es precisamente que no
son humanos. O no recordamos la frase de Lord Byron: “mientras más conozco a
los hombres, más quiero a mi perro”.
Pero bueno, preparémonos porque se seguirán presentando más
cosas raras y seremos testigos de grandes prodigios. Y aclaro, este artículo no
fue escrito por ningún programa de inteligencia artificial, por lo tanto, los
errores que encuentren en él son fruto de la maravillosa torpeza humana.