Por José Alvear Sanín*
La lengua, el folklore y
la historia están entre los factores que integran una nación. La importancia
del estudio de la historia conduce a la pregunta acerca de la libertad con la
que debe escribirse, tema sobre el que, a mi juicio, nadie se ocupó antes de
Lenin.
Por incontables siglos la historia
se basaba en la acumulación de relatos que, poco a poco se fueron codificando
al servicio de los estados nacionales. A medida que estos se consolidaban, la historia
se alineó con ellos y con sus gestas guerreras e imperiales, pero a nadie se le
ocurrió que el gobierno tuviera la función de definir la historia y de
atribuirse la última palabra sobre los acontecimientos pretéritos. Estos
seguían siendo objeto de versiones y visiones diferentes, libertad que hace
apasionante su estudio, porque la verdad absoluta es huidiza. Apenas podemos
barruntarla.
En cambio, para Vladimir
Ilich la historia es una herramienta para la edificación del socialismo y, por
lo mismo, corresponde al partido establecerla, decir qué pasó, por qué, cómo
pasó y cómo pasará en el futuro. En función de las necesidades de la
revolución, el pasado es maleable y el partido puede modificarlo cuantas veces
sea conveniente o necesario.
George Orwell comprendió
mejor que nadie el pensamiento de Lenin. Lo resumió entonces diciendo que “quien
controla el pasado controla el futuro y quien controla el presente controla el
pasado”.
Sobre el control de la historia
se edifica el Estado totalitario, que elimina toda competencia ideológica para
el partido, sea de las iglesias, sea de las concepciones filosóficas,
económicas y sociales diferentes. Como dueño y señor de la historia, el partido
la va convirtiendo en una especie de deidad a quien rendir cuentas. Así
Kruschev, el 18 de noviembre de 1956, después de masacrar a los húngaros, dirá
que “La historia está de nuestro lado y los aplastaremos”, y Fidel
Castro repetirá una y otra vez que la historia lo absolverá…
El tema es tan interesante
como inagotable. Las Leyes de Memoria Histórica y las Comisiones de la Verdad, pueden,
en muchos países, hasta multar y llevar a la cárcel a quienes se aparten de la
“verdad oficial”. Esa no existía en Colombia, pero como no puede haber
comunismo sin pravda (la verdad), del
Acuerdo Final con las FARC nació un engendro burocrático, la “Comisión para el
Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición”, formada por
una caterva de mamertos comprometidos y presidida por un fementido sacerdote de
hipócrita careta evangélica.
El cometido de ese
organismo no es otro distinto que el de construir “verdad” a la medida del
partido, para que la guerra sea la paz, la libertad sea la esclavitud y la
ignorancia sea la fortaleza. Por eso no sorprende que el primer compromiso del
gobierno comunista de Petro sea el de indoctrinar con “la verdad“ de De Roux.
La matanza, la violencia,
la demolición de la economía, el secuestro, la violación de menores, el aborto
forzado, se transforman así en actos virtuosos de los luchadores por la
libertad, patrocinados, desde luego, por la inefable teología de la liberación,
tan diferente de lo que enseñaban los padres jesuitas en sus colegios, in illo tempore.
Después de imprimir las
novecientas y pico de páginas falaces en las que dice que lo negro es blanco, y
lo blanco, negro, el protervo cura anuncia una investigación sobre la mafia,
cuyo previsible resultado será blanquear a las FARC, el ELN y el Pacto
Histórico en todo lo que dice al tráfico del alcaloide.
¡En el presupuesto de 2018
se aprobaron 18.500 millones para la Comisión de la Verdad; en el de 2019 se
pasó a 81.480; en 2020 se apropiaron 95.824, y en 2021 se llegó a 117.992
millones para la promoción de la falacia y la tergiversación histórica! En
cambio, para la Academia Colombiana de Historia, comprometida siempre con la
imparcial investigación de nuestro acontecer, se apropiaron 537 milloncitos de
pesos.
En el anterior cuatrienio,
entonces, se dilapidaron así 313.796 millones en lo que algunos llaman Comisión
de la Mentira y otros, Omisión de la Verdad, antro espeluznante, terrible hueco
negro, aspiradora insaciable de recursos públicos que Procuraduría, Fiscalía y
Contraloría jamás investigarán, a pesar de las juiciosas observaciones de
distinguidos personajes como Jorge Enrique Vélez y María Fernanda Cabal,
horrorizados justamente por la asignación de sumas ingentes para la propaganda
subversiva.