viernes, 25 de abril de 2025

No te olvidaremos

José Leonardo Rincón, S. J.
José Leonardo Rincón, S. J.

Imposible borrar de la memoria a alguien que dejó huella por ser líder auténtico, controvertido, simpático y serio a la vez, claro en sus convicciones, libre en su modo de proceder, austero en su modo de vivir, francote y directo, pastor cercano de lenguaje entendible y práctico. Francisco ha dejado una huella en la historia del mundo y de la Iglesia que recordaremos siempre.

Sobre él se ha escrito tanto que ya poco podría añadirse. Personalmente lo he hecho al menos en cuatro ocasiones y no sé qué más decir, salvo las anécdotas e historias inéditas que a nivel personal los protagonistas quieran narrar o contar. Eso haré hoy.

Personalmente no olvidaré que buena parte de mi relación con Argentina y su gente querida desde el primer momento que estuve en el país austral, tuvo como personaje central de conversación a Jorge Bergoglio. Y lo fue desde la narrativa de leyenda cargada en contra de este hombre histórico hasta la experiencia propia, particular, sin mediaciones ni hermenéuticas, del pontífice que alentó nuestra fe. Era el mismo, pero era distinto. No creo haber visto una evidencia mayor del actuar del Espíritu.

La foto que publiqué nuevamente en Facebook y que tanto ha llamado la atención evoca uno de los tres momentos en que tuve la gracia de encontrarme con él en Roma, en el año 2015: el miércoles lo pude saludar en la Plaza de San Pedro durante la audiencia general; el viernes concelebrar la eucaristía en la capilla de Santa Marta y conversar un rato con él, y el sábado, en la audiencia que concedió en el aula Pablo VI a quienes participábamos en el congreso mundial de educación católica.

De los dos primeros encuentros me detengo en dos detalles inolvidables:

El primero, el de la Plaza de San Pedro. Gracias a mi amigo Alberto Bustamante, sacerdote cordobés y amigo de Bergoglio, se consiguió que pudiésemos estar cerca al domo en el ala reservada para los argentinos. Tuve acceso privilegiado para estar en primera fila y poder saludar de mano al Papa, pero por mi altura resulté tapándole la visión a una pareja argentina que llevaba su pequeña hija de unos 8 años. Me pidieron cambiar de puesto lo que implicaba renunciar a saludar de mano al Pontífice. Rápidamente reflexioné que yo no era argentino, además cura y de clergyman, que era más importante para esa familia tener el acceso directo y que para mí. Ya era mucho cuento tenerlo cerca y poderlo ver a menos de dos metros. Esa "oblación de mayor estima y momento", como diría San Ignacio, tuvo su recompensa pues, cuando Francisco pasó saludando de mano a los de primera fila y se detuvo a bromear con mi amigo, después de saludar a la pareja y la niña, el Santo Padre me miró sonriente y con su brazo apartó al papá y me extendió su mano para saludarme, gesto excepcional que nunca olvidaré y del que tengo también evidencia fotográfica. ¡Realmente emocionante!

Como anécdota adicional intermedia, que servirá para entender mejor el segundo encuentro, tengo que decir que le llevaba yo al Papa un libro de regalo que desistí de dárselo cuando comprobé con cierta decepción que en la audiencia la gente le daba por cantidades regalos de todo tipo, uno de ellos, incluso, una pintura de dos metros de alto (!), regalos que su guardia personal tomaba e iba acumulando detrás del domo. Mi libro era único y no quise yo que corriese la suerte de quedar como uno más entre ese cúmulo de chécheres anónimos y olvidados.

El segundo, en Santa Marta. Gracias a Guillermo Ortiz, jesuita argentino que trabajaba en Radio Vaticana, pude ir a la residencia del Papa para concelebrar la eucaristía con él en su capilla y después saludarlo personalmente, evento que corresponde al de la foto publicada.

Puntual estuve antes de las 7 de la mañana. Fue bello privilegio estar allí para celebrar la fe. Al final tuve un incidente porque un sacerdote que estaba concelebrando se puso mi saco y yo noté que el que me iba a poner no era el mío. Mientras se arregló el asunto el hecho es que fui el último en entrar nuevamente a la capilla y quedé relegado literalmente al último puesto. Y aquí se vuelve a hacer realidad aquello de que "no hay mal que por bien no venga" y de que "los últimos serán los primeros" porque cuando Francisco salió de la capilla y yo con angustia vi que se esfumaba la posibilidad de saludarlo y entregarle mi regalo, me puse de pies con el propósito de irme detrás de él, pero uno de los guardias me detuvo y me dijo que enseguida podría hacerlo, así que quedé ahora literalmente de primero en la fila para saludarlo.  Lo seguí a menos de dos metros caminando detrás suyo hasta que salimos a un hall donde él se detuvo, dio media vuelta y quedamos frente a frente. Yo quedé paralizado al verlo, su rostro sonriente, radiante, iluminado, me dejó sin palabras, anonadado, lelo. Fue él quien me hizo el gesto con sus manos de que me acercara. ¿No iba pues a saludarlo? Todo el tiempo me tuvo agarrado de sus manos. Y yo no sabía qué decir ante semejante shock emocional. Hasta que solté la lengua y torpemente le conté quien era, de dónde iba y demás. Le dije que le llevaba un regalo, un libro que él conocía bien porque su amigo Jorge Luis Borges lo tenía entre los preferidos de su biblioteca personal, que él había prologado, “El imperio jesuítico”, de Leopoldo Lugones, y que otro amigo común, Guillermo Salerno, dueño de la editorial Kapeluz, me había pedido hacerle un segundo prólogo, con ocasión de su reedición. En ese instante Francisco emocionado me soltó dando un grito y un guardia se me abalanzó creyendo que yo le había hecho daño al pontífice. Obviamente se dio inmediata cuenta de que había sido solo un gesto espontáneo de alegría. Inolvidable.

Querido Francisco, vete en paz, goza de Dios, hiciste bien tu tarea. No te olvidaremos nunca. Personalmente, no te olvidaré. ¡Gracias!